sábado, 20 de agosto de 2011


La economía del comportamiento crece en influencia, así como en capacidad explicativa y predictiva. Lo consigue porque es un enfoque capaz de mostrarnos los misterios de nuestra forma de ser. Desde el s. XX el racionalismo ejercía su férrea dictadura, imponiéndonos la razón no sólo como la mejor explicación al qué hacemos, sino también al cómo somos (o deberíamos ser).

Un ser racional era visto como la única forma válida de un ser inteligente, capaz de desenvolver una relación sana con su entorno, de valorar alternativas y tomar decisiones sin mirar otra cosa que el propio interés y beneficio, sin emociones o creencias interferentes. No ser/hacer así implicaba anormalidad, error o, en sus perspectivas más extremas y tremendistas, enfermedad. El ser racional era, en definitiva, un maximizador de su propio beneficio, egoísta, utilitarista y pragmático. Un caramelo de sentido común perfectamente envuelto en la mano invisible de Adam Smith del “bueno para uno, bueno para todos”. ¡De qué preocuparse cuando tu fe te indica que haces lo mejor para los demás… cuando sólo juegas para ti!

Su anverso, casi a modo de hermano gemelo perverso, era el ser irracional que, hete aquí, se caracterizaba por su idealismo, su altruismo o su entrega a los demás a cambio de nada. Sin cálculos previos, sin previsiones de beneficio, sin esperar nada a cambio. Una persona a cuya cabeza, presuntamente, sus emociones y sus valores guiaban hacia el desastre. Porque, aquí también, las posibilidades de ser (racional/irracional) estaban localizadas y divididas, respectivamente, en la cabeza y el corazón.

Con este título se demuestra una de las mayores fuerzas de la economía del comportamiento: el saber que podemos demostrar sus conclusiones, o ponerlas a prueba, prácticamente en cualquier momento y circunstancia.
El desarrollo, el empleo y el bienestar vendrían, únicamente, en sociedades de seres racionales; la irracionalidad conllevaba ineludiblemente la desgracia y el daño de lo que se hace mal, en contra a lo que es correcto. Pero, tranquilos, pues la irracionalidad no era contagiosa y tenía cura.

Sin embargo, la racionalidad pura del individuo egoísta pronto comenzó a resquebrajarse, y por ende a necesitar retoques. En los estudios de mercado, modelos de elección basados en el juego de la ruleta o en el puro azar probaban ser tan eficaces como los más rigurosos analistas en unas supuestas inversiones. En el comportamiento cotidiano, los modelos de personas racionales comenzaron a mostrar importantes desviaciones del modelo estándar. Incluso en las crisis económicas, bancos o cajas prestaban sin parar en una vorágine de la que derivaron gravísimas consecuencias. ¿No eran estos los egoístas racionales? Algo no iba bien.

Hasta que, un trabajo ganador del Premio Nobel de Economía, concedido al economista Daniel Kahneman y al psicólogo Amos Tversky, demostraron la existencia de una base irracional común a todos los humanos en nuestra toma de decisiones. La psicología evolutiva, tanto tiempo despreciada, demostraba ahora sin duda que el instinto, la irracionalidad o la emoción son parte de todos y cada uno de nosotros. El ideal de ser racional había sido herido de muerte.

Desde entonces, el tiempo y los numerosos avances producidos en economía del comportamiento y otras áreas se han encargado de firmar su certificado de defunción. Trabajos posteriores han estudiado minuciosamente cómo la irracionalidad se aplica universal e invariablemente a nuestras decisiones y elecciones. Y el ser racional ha pasado de un todo ideal, a convertirse en una parte integral dentro de un todo más amplio donde las reglas, los límites de información o los irracionalidades conforman, también, nuestra forma de ser y de pensar. Una frustración para los defensores de este enfoque, pero un acto de justicia reparadora para aquellos que defendían una humanidad mucho más allá de la fría racionalidad del cálculo sobre el beneficio.

Daniel Ariely

En estos estudios, sobre todo en los comienzos de este siglo, Dan Ariely ha sido una de las principales figuras de divulgación. Participando en experimentos sociales que han tenido como resultado dos de los libros de divulgación de la economía del comportamiento: ‘Las trampas del deseo’ (Ariel, 2008, disponible en FantasyTienda) y ‘Las ventajas del deseo’ (Ariel, 2011, también disponible en FantasyTienda).

En el primero de sus títulos llegados a España, ‘Las trampas del deseo’ (Ariel, 2008) nos hablaba de cómo el marketing, la publicidad, la comunicación u otras técnicas comerciales podían hacer uso de nuestras irracionalidades para manipularnos. Hablaba para un público consumidor, que supuestamente mira precios y compara calidades pero que, de hecho, en muchas ocasiones se encuentra lejos (muy lejos) de comportarse así.

Nos interrogaba, por ejemplo, sobre si ¿es tanto el poder del gratis total, que incluso puede derrotar a una oferta suculenta de otro producto claramente mejor?, ¿porqué los precios de las cartas de los restaurantes tienen habitualmente uno de sus platos por encima de la media de los demás? Pequeños trucos, presentes en nuestra vida cotidiana, por los cuales se nos pude dirigir o condicionar respecto a qué elegir, qué decisión tomar. Un engaño que, siendo puramente racionales, jamás hubiera sido posible. Y que la irracionalidad hace posible para que nuestra indecisión, o la falta de información, no puedan bloquearnos.

Ahora se publica el segundo de sus títulos divulgativos: ‘Las ventajas del deseo’ (Ariel, 2011). Este libro no va dirigido ya a un público exclusivamente consumidor, si no que abre el abanico de casuísticas y explicaciones al conjunto de nuestra vida cotidiana: desde nuestra vida normal en nuestro puesto de trabajo a nuestras relaciones amorosas o a la forma en cómo ligamos con otras personas.

Todo a través de un gran número de experimentos sociales que, además de salirse del autoritarismo estadístico al que estamos tan acostumbrados, nos muestran una forma accesible y divertida de comprender cómo se realiza investigación social, y cómo se fundamentan curiosas y sorprendentes conclusiones.

Portada de Las trampas del deseo, de Daniel ArielyEl subtítulo, “cómo sacar partido de la irracionalidad en nuestras relaciones personales y laborales”, ya nos da perfecta cuenta del tono didáctico, e incluso de cierta intención de uso como manual de instrucciones, que tiene el libro. Pues conociéndonos un poco mejor, comprendiendo cómo funciona nuestra mente a la hora de valorar las alternativas que se nos presentan, podemos incluso llegar a corregir ciertos aspectos problemáticos tanto como potenciar las virtudes que esta irracionalidad trae consigo.

En ‘Las ventajas del deseo’ (Ariel, 2011), se previene y se aprende, se divierte y se entretiene. La experiencia como investigador social de Dan Ariely se pone al servicio de una comprensión del ser humano que crece en cada apartado de cada capítulo, y nos da una información que podemos utilizar en nuestro día a día; y que a algunos como a mí, desastre caminante con patas, me vendrá de estupenda ayuda.

Además, para los más enérgicos interesados, en la web editorial se pueden encontrar materiales adicionales que a nosotros nos han resultado de gran interés y en especial, claro, una divertida y amena entrevista a Dan Ariely donde analiza la irracionalidad, por ejemplo, de los mercados o de nuestra forma de buscar novia.

Y lo mejor será cuando, tras leerlo, lo podamos poner casi inmediatamente a prueba. He aquí su mayor virtud, y una de las mayores fuerzas de la economía del comportamiento: el saber que podemos demostrar sus conclusiones, o ponerlas a prueba, prácticamente en cualquier momento y circunstancia. ¡Anímense descubrirlo y a probarlo! 

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