Alfabeto de la Imaginación
Son muchos los personajes históricos cuya memoria prodigiosa es deudora de una antigua y misteriosa técnica conocida como «arte de la memoria». Y algunos de ellos, como Giordano Bruno, encontraron la muerte por perfeccionarla y practicarla. Se dice por ejemplo que gracias a este método Plinio el Viejo conocía todos los nombres de sus contemporáneos romanos y dónde habitaban, o que Séneca era capaz de repetir dos mil nombres en el mismo orden en que se le habían dicho.
En desuso desde el siglo XVIII, pero rescatado del olvido gracias a las obras de la erudita británica Frances A. Yates, este sistema ayudó a los sofistas y oradores, abogados, poetas y actores del mundo antiguo a organizar eficazmente su discurso y recordarlo. Se dice que la técnica fue inventada hacia el siglo V a. C., por el poeta Simónides de Ceos, aunque es probable que hunda sus raíces en la magia egipcia e hindú. Al parecer, durante el transcurso de un banquete Simónides se ausentó unos instantes y en esos momentos el tejado de la sala se desplomó sobre los comensales que murieron en el acto. Los cuerpos quedaron tan irreconocibles que sus parientes sólo pudieron identificarlos gracias a que Simón recordaba donde habían estado sentados. Tras la calamitosa cena, el poeta dedujo que para adiestrar su memoria se han de seleccionar lugares y almacenar en ellos imágenes asociadas a las cosas o palabras que necesitan recordar.
Tres fuentes latinas dan abundancia de detalles sobre las reglas de este arte. En su De oratore (55 a. C.), Cicerón, maestro de la síntesis, resume que «se debe emplear un amplio número de lugares bien iluminados, clara y ordenadamente construidos, separados por intervalos moderados; y las imágenes han de ser activas, punzantemente definidas, desacostumbradas y con capacidad de salir rápidamente al encuentro y de impresionar la psique». Por su parte el Ad Herennium, obra anónima escrita hacia el 82 a. C., y atribuida erróneamente a Cicerón hasta el Renacimiento, se insiste en que las figuras deber ser humanas, y tener incluso el rostro de conocidos del practicante, ostentar una fealdad o belleza extremas, o ir tocadas con coronas, mantos púrpuras, manchas de sangre, barro o pintura roja que las hagan inolvidables. Mientras que, en la tercera fuente, el Institutio Oratoria de Quintiliano (s. I a. C) se explica con más precisión cómo funciona: «a fin de formar en la memoria una serie de lugares se ha de recordar un edificio, tan espacioso y variado como sea posible: el atrio, el cuarto de estar, dormitorios y salas, sin omitir estatuas y demás adornos con que estén decoradas las habitaciones. A las imágenes por las que se ha de recordar el discurso se las coloca en esos lugares. Hecho esto, tan pronto, como se requiere reavivar la memoria de los hechos se visitan ordenadamente los lugares y se interroga a sus guardianes por los diferentes depósitos».
¿Cómo fue posible que este arte, condenado a no traspasar el terreno de la retórica, llegara a convertirse en un instrumento mágico en el Renacimiento? ¿Por qué caminos llegó un método mnemotécnico a tan altas cotas?
De las iglesias al arte
El puente para tal portentosa transformación fue tendido por dos Padres de la Iglesia, San Alberto Magno y Santo Tomás de Aquino, ambos devotos del arte de la memoria que consideraron fuente de inspiración ética. Y todo debido a un error de interpretación. Resulta que los textos de Cicerón y Quintiliano, sepultados en el fondo de antiguas bibliotecas, no fueron redescubiertos hasta principios del siglo XV, así que los dos santos sólo tenían la referencia del Ad Herennium, y una obra anterior de Cicerón, el De inventione, donde se decía que la memoria (conocimiento del pasado) conformaba junto a la inteligencia (conocimiento del presente) y la providencia (conocimiento del futuro) las tres partes de la virtud de la Prudencia. Según tal definición potenciar la memoria parecía una condición imprescindible para cultivar la virtud de la prudencia. Los dos santos estuvieron además de acuerdo en que la mente humana olvida con facilidad las buenas intenciones. Y en que asociar imágenes impactantes, como las recomendadas por los antiguos, a las virtudes que se deseaban alcanzar, o a los vicios que se esperaba erradicar del carácter, era un truco excelente para retener en la memoria los propósitos espirituales. El arte de Cicerón se convertía así en una guía para alcanzar el cielo o evitar el infierno.
Ello explica que, en una época austera en creatividad, metáforas y fantasía, las puertas y ventanales de iglesias, o catedrales se poblaran con una profusa imaginería. O que surgieran fenómenos artísticos como el emblema y la impresa de los escudos y blasones heráldicos que intentaban recordar intenciones espirituales mediante la citada «similitud corporal», es decir la imagen impactante.
Claros ejemplos son también algunos frescos, como La Sabiduría de Tomás de Aquino, en la Sala Capitular de Santa María Novella, en Florencia, con catorce similitudes corporales; algunas obras de Lorenzetti (1337-1340) como la Alegoría de Dios o Justicia y Paz en el Palazzo Publico de Siena, o los frescos de Las virtudes de Giotto, en Arena Capella de Padua, (1306), famosos por su variedad y por dar la sensación de profundidad en una superficie plana.
La literatura tampoco escapó al influjo del arte mnemotécnico y es muy posible que La Divina Comedia de Dante, presidida por la virtuosa «prudencia» del poeta Virgilio, esté influida por él. No deja de ser curioso, por ejemplo que las esferas del Infierno sean el reverso de las del Paraíso. Y que parezcan actuar como lugares en los cuales albergar las escenas vívidas y horripilantes, o de gran belleza, protagonizadas por personajes –muchos de ellos conocidos en época de Dante–, con los que el poeta ilustra los pecados más terribles o las virtudes más excelsas. Por otro lado no hay que olvidar que Petrarca, la otra gran gloria literaria italiana, y de quien se dice que poseía una memoria prodigiosa, dejó un libro inacabado Cosas que se han de recordar, cuya distribución y contenido son deudores del arte de la memoria.
El teatro de la memoria
Pero el verdadero camino que lleva a éste arte desde la escolástica hasta la magia, pasa por la aparición –tras ser recuperados en el siglo XV las obras de Quintiliano y Cicerón– de nuevos y más extensos tratados como el Phoenix, sive artificiosa memoria (1491) de Pedro de Rávena. Este jurista, célebre por repetir de memoria todo el derecho canónico o doscientos discursos y dichos de Cicerón, popularizó el arte de la memoria y fomentó que dominicos y franciscanos redactaran más tratados con abundantes sugerencias sobre lugares y listas de imágenes.
En este terreno abonado tiene lugar la primera transformación renacentista del arte de la memoria, encarnada en el Teatro de Giulio Camilo (1530). Este profesor que habría de ser recordado como el «divino Camilo» por su memoria extraordinaria, creó una fascinante y enigmática maquinaria de madera –de la cual no queda ningún ejemplo aunque Yates la ha reconstruido en sus libros–, dedicada a Francisco I, rey de Francia, quién contribuyó económicamente a su manufactura. Se trataba de un ambicioso edificio de la memoria por el cual el universo entero habría de ser recordado mediante la orgánica asociación de todas sus partes con el orden eterno que subyace en ellas.
Dispuesto en forma de anfiteatro romano el ingenio contaba con siete gradas. En la primera, a modo de puertas divisorias, se situaban los siete planetas clásicos representados por siete dioses paganos y siete ángeles, los Sefirots de la Cábala. Tras cada una de esas siete puertas se abre un pasillo que asciende por las seis gradas. Y para que cada uno de estos escalones se convierta en un lugar de la memoria, Camilo les da a cada uno un nombre asociado a escenas de la mitología clásica: «Banquete de Océano», «Cueva», «la tres Górgonas», «Pasifae y el Toro», «Sandalias de Mercurio» y «Prometeo». Tenemos un total de 42 lugares de la memoria (7 pasillos por seis gradas = 42). Tomando como base el significado simbólico de cada lugar, Camilo guarda en ellos cuanto desea recordar, también mediante imágenes mitológicas. Por ejemplo, en la grada de «las tres Górgonas», símbolo de las tres almas humanas, según la Cábala, Camilo deposita «cosas que pertenecen al hombre interior», pero que variarán según el planeta dibujado en la puerta tras la cual se abre cada pasillo. Por ejemplo, en el de Venus serán los afectos dominados por la voluntad y los impulsos eróticos; mientras que en la puerta del Sol, astro de la racionalidad, hay imágenes asociadas a la virtud del raciocinio, el intelecto, y el alma superior. Y en la puerta de Marte hay imágenes asociadas a las decisiones precipitadas y temerarias. La memoria podía así reflejar el universo entero. El macrocosmos en el microcosmos. .
Sol, magia y hermetismo
Cualquiera que conociera las obras atribuidas a Hermes Trismegisto, cuya traducción había sido acometida por el filósofo y astrónomo Marsilio Ficino en 1460, comprendía de inmediato que el teatro de Camilo estaba impregnado de magia hermética. Sus siete planetas son deudores de la narración del primer día de la creación según el Poimandrés, primer tratado del Corpus Hermeticum, donde se dice que «el demiurgo había modelado los siete gobernadores que rodean con sus círculos el mundo sensible». Asimismo, en la idea del alma humana, creada a imagen de Dios, se intuye la influencia del cabalista Pico della Mirándola. Y en cierto modo también la del español Raymon Llul, el cual había creado en el siglo XIV un arte de la memoria sui generis, cuyas escalas –como las gradas de Camilo– permitían ascender a las esferas celestes y aprehender todas las cualidades divinas para hacerlas luego descender hasta los espacios terrenales.
Pero si algo se adivina en este teatro es la influencia de las teorías copernicanas heliocentristas, que serían tanto el eje de la magia de Ficino y su academia florentina, como el núcleo de la vida y muerte de Giordano Bruno. Es por ello que el Sol preside la puerta central del anfiteatro de Camilo. Y comunica su fuerza vivificante a todos los lugares de su respectivo pasillo. Cualquiera que configurara su memoria según las reglas del teatro de Camilo podría obtener las virtudes solares –y del resto de planetas– en los aspectos más cotidianos de su vida. A este respecto se cuenta, por ejemplo, que en cierta ocasión un león –animal de naturaleza solar– escapado de un zoológico, se volvió totalmente manso en presencia de Camilo, dotado gracias a su «arte de la memoria» de una portentosa naturaleza solar.
En el Picatrix y el Asclepios –obras atribuidas también a Hermes–, se dice que los antiguos egipcios transferían poderes divinos a sus estatuas atrapando también el spiritus astral del Sol. El proceso, semejante al utilizado en la confección de talismanes, consistía en incluir en una estatua u objeto, símbolos de los cuerpos celestes cuyas cualidades se deseaba atraer. Ficino utilizó este tipo de magia, a la que añadió música, perfumes y poesías asociadas a cada planeta y que extendió a las obras artísticas de su tiempo. En una clara síntesis de magia talismánica y el arte de la memoria, numerosos cuadros renacentistas ofrecían imágenes de la mitología asociadas a las virtudes de los planetas que representaban. Al dejar su impronta en la mente, y ser evocadas luego por la memoria, estas obras atraían hacia la persona sus influencias benéficas. Se cree que éste fue el fin con que la familia Medici, mecenas de Ficino, encargó a Botticeli su célebre Nacimiento de Venus o La Primavera, obras plagadas de referencias mitológicas y planetarias. Un uso que parece avalado por la recomendación del famoso mago y protocientífico Giovanni Battista Porta, fundador en Nápoles de la Academia Secretorum Naturae que, en su Ars reminiscendi (1602) alienta a utilizar como imágenes de la memoria pinturas de Miguel Angel, Rafael o Tiziano por ser «todas ellas de tremenda fuerza expresiva» y asociadas a virtudes excelsas que cualquier iniciado en el arte de la memoria desearía atraer.
En este contexto, pletórico de magia y paganismo, nace en Nápoles, Giordano Bruno (1548-1600). Expulsado en 1572 de la Orden Dominica donde había ingresado a los diecisiete años, inició un periplo erizado de obstáculos que le conduciría hasta la hoguera. Primero a Ginebra, luego a París (1581), donde introduce en su arte de la memoria a Enrique III, da clases en la Universidad y publica sus primeras obras. En 1583 se instala en a Londres, en calidad de secretario del embajador francés. Allí frecuenta el círculo del poeta Philip Sydney, cuyo mejor amigo Fulke Greville –quién se definió a sí mismo como maestro de Shakespeare–, podría haber transmitido al gran dramaturgo algo de la técnica bruniana. Pero en ambas capitales europeas Bruno despierta la ira de sus contertulios, al explicar la nueva cosmología copernicana. Ello le costó agresiones verbales e incluso físicas en todos sus viajes posteriores: París, Marburg, Cambrai, Mainz, Praga, Helmstedt, Francfort, Wuttenberg o Zurich. En 1591 regresó a Italia a petición de un aristócrata veneciano, Giovanni Mocenigo, que deseaba aumentar sus conocimientos de magia. Pero al negarse Bruno a revelarle los últimos secretos de su arte, Mocenigo, le entregó a la Inquisición. Así fue como el año 1600, acabó siendo ejecutado por sus enseñanzas sobre los múltiples sistemas solares y la infinidad del universo. Aunque su verdadero «pecado» fue creer, fiel a los argumentos gnóstico-herméticos, que «la divinidad habita en nuestro interior gracias al intelecto y la voluntad». Y si la dignidad del hombre como mago reside en su propio ser, no queda sino aplicar las técnicas que despiertan la imaginación y conducen a la gnosis individual. Ese es el propósito secreto de Bruno, inspirado en las obras de Cornelio Agrippa, Llul y otros como el ocultista parisino Jacques Gohorry, según el cual ni Ficino ni Pico habían extraído el jugo suficiente a los sellos talismánicos herméticos.
El místico número treinta
Y ese es el objetivo que acomete en sus obras, empezando por Sombras idearum (1582) en el que ofrece instrucciones para crear sistemas mnemotécnicos concéntricos divididos radialmente en treinta partes. Tal y como Yates ha señalado, Bruno da en Sombras varias listas repetitivas con imágenes en número de 150, que han de ser dispuestas en cinco círculos concéntricos de treinta casillas. De esa forma se crean ruedas giratorias, a la manera luliana, que pueden arrojar un sinfín de combinaciones. Cuando así se hace, el resultado, «es un objeto de aspecto egipcio antiguo altamente mágico, en el que las imágenes de la rueda central son las de los decanos del zodíaco, las de los planetas, las mansiones de la Luna y las casas del horóscopo», explica Yates.
El uso reiterado del número treinta en las obras brunianas es uno de sus grandes misterios. Quizá lo utilizó en referencia a los treinta atributos divinos, sobre los que dio varias lecciones en París, o porque asimilaba este dígito al número de Sefirots de la Cábala y de Dignidades –divinas– lulianas. El caso es que aparece en otras obras suyas sobre la memoria, como Sellos o Estatuas. No deja de ser curioso que la tradición ocultista atribuya esta cifra a Simón el Mago, que en las arengas de San Ireneo contra las herejías gnósticas se mencionase que Juan el Bautista tenía treinta discípulos, o que éste sea el mismo número de eones de los gnósticos.
También John Dee, notable sabio y mago contemporáneo de Bruno, dispone, en su Clavis angelicae, treinta nombres mágicos en treinta círculos concéntricos para invocar a los ángeles y alejar a los demonios. Es muy posible que las ruedas combinatorias de Bruno en Sombras tuvieran ese mismo objetivo. Al tiempo que permitían convertir la memoria en una piedra filosofal psíquica capaz de recordar y ordenar todos los objetos del mundo inferior y superior. Una memoria de esa clase sólo podía pertenecer a un hombre dotado de poderes divinos, capaz de incorporar a su mente las virtudes de los gobernadores astrales que rigen el universo y remontarse así de esfera en esfera hasta el centro del mismo Sol. Paradójicamente en el caso de Bruno este ascenso vertiginoso acabó quemándole. Pero su gran logro, el perfeccionar la simple y tosca memoria artificial destinada a la retórica hasta convertirla en un instrumento mágico, influiría en campos ajenos al ocultismo como la invención del método científico por parte del alto iniciado Francis Bacon, o la teoría de las «mónadas» del filósofo alemán Leibniz, cerrando así un círculo que había comenzado en un banquete aciago.
Tres fuentes latinas dan abundancia de detalles sobre las reglas de este arte. En su De oratore (55 a. C.), Cicerón, maestro de la síntesis, resume que «se debe emplear un amplio número de lugares bien iluminados, clara y ordenadamente construidos, separados por intervalos moderados; y las imágenes han de ser activas, punzantemente definidas, desacostumbradas y con capacidad de salir rápidamente al encuentro y de impresionar la psique». Por su parte el Ad Herennium, obra anónima escrita hacia el 82 a. C., y atribuida erróneamente a Cicerón hasta el Renacimiento, se insiste en que las figuras deber ser humanas, y tener incluso el rostro de conocidos del practicante, ostentar una fealdad o belleza extremas, o ir tocadas con coronas, mantos púrpuras, manchas de sangre, barro o pintura roja que las hagan inolvidables. Mientras que, en la tercera fuente, el Institutio Oratoria de Quintiliano (s. I a. C) se explica con más precisión cómo funciona: «a fin de formar en la memoria una serie de lugares se ha de recordar un edificio, tan espacioso y variado como sea posible: el atrio, el cuarto de estar, dormitorios y salas, sin omitir estatuas y demás adornos con que estén decoradas las habitaciones. A las imágenes por las que se ha de recordar el discurso se las coloca en esos lugares. Hecho esto, tan pronto, como se requiere reavivar la memoria de los hechos se visitan ordenadamente los lugares y se interroga a sus guardianes por los diferentes depósitos».
¿Cómo fue posible que este arte, condenado a no traspasar el terreno de la retórica, llegara a convertirse en un instrumento mágico en el Renacimiento? ¿Por qué caminos llegó un método mnemotécnico a tan altas cotas?
De las iglesias al arte
El puente para tal portentosa transformación fue tendido por dos Padres de la Iglesia, San Alberto Magno y Santo Tomás de Aquino, ambos devotos del arte de la memoria que consideraron fuente de inspiración ética. Y todo debido a un error de interpretación. Resulta que los textos de Cicerón y Quintiliano, sepultados en el fondo de antiguas bibliotecas, no fueron redescubiertos hasta principios del siglo XV, así que los dos santos sólo tenían la referencia del Ad Herennium, y una obra anterior de Cicerón, el De inventione, donde se decía que la memoria (conocimiento del pasado) conformaba junto a la inteligencia (conocimiento del presente) y la providencia (conocimiento del futuro) las tres partes de la virtud de la Prudencia. Según tal definición potenciar la memoria parecía una condición imprescindible para cultivar la virtud de la prudencia. Los dos santos estuvieron además de acuerdo en que la mente humana olvida con facilidad las buenas intenciones. Y en que asociar imágenes impactantes, como las recomendadas por los antiguos, a las virtudes que se deseaban alcanzar, o a los vicios que se esperaba erradicar del carácter, era un truco excelente para retener en la memoria los propósitos espirituales. El arte de Cicerón se convertía así en una guía para alcanzar el cielo o evitar el infierno.
Ello explica que, en una época austera en creatividad, metáforas y fantasía, las puertas y ventanales de iglesias, o catedrales se poblaran con una profusa imaginería. O que surgieran fenómenos artísticos como el emblema y la impresa de los escudos y blasones heráldicos que intentaban recordar intenciones espirituales mediante la citada «similitud corporal», es decir la imagen impactante.
Claros ejemplos son también algunos frescos, como La Sabiduría de Tomás de Aquino, en la Sala Capitular de Santa María Novella, en Florencia, con catorce similitudes corporales; algunas obras de Lorenzetti (1337-1340) como la Alegoría de Dios o Justicia y Paz en el Palazzo Publico de Siena, o los frescos de Las virtudes de Giotto, en Arena Capella de Padua, (1306), famosos por su variedad y por dar la sensación de profundidad en una superficie plana.
La literatura tampoco escapó al influjo del arte mnemotécnico y es muy posible que La Divina Comedia de Dante, presidida por la virtuosa «prudencia» del poeta Virgilio, esté influida por él. No deja de ser curioso, por ejemplo que las esferas del Infierno sean el reverso de las del Paraíso. Y que parezcan actuar como lugares en los cuales albergar las escenas vívidas y horripilantes, o de gran belleza, protagonizadas por personajes –muchos de ellos conocidos en época de Dante–, con los que el poeta ilustra los pecados más terribles o las virtudes más excelsas. Por otro lado no hay que olvidar que Petrarca, la otra gran gloria literaria italiana, y de quien se dice que poseía una memoria prodigiosa, dejó un libro inacabado Cosas que se han de recordar, cuya distribución y contenido son deudores del arte de la memoria.
El teatro de la memoria
Pero el verdadero camino que lleva a éste arte desde la escolástica hasta la magia, pasa por la aparición –tras ser recuperados en el siglo XV las obras de Quintiliano y Cicerón– de nuevos y más extensos tratados como el Phoenix, sive artificiosa memoria (1491) de Pedro de Rávena. Este jurista, célebre por repetir de memoria todo el derecho canónico o doscientos discursos y dichos de Cicerón, popularizó el arte de la memoria y fomentó que dominicos y franciscanos redactaran más tratados con abundantes sugerencias sobre lugares y listas de imágenes.
En este terreno abonado tiene lugar la primera transformación renacentista del arte de la memoria, encarnada en el Teatro de Giulio Camilo (1530). Este profesor que habría de ser recordado como el «divino Camilo» por su memoria extraordinaria, creó una fascinante y enigmática maquinaria de madera –de la cual no queda ningún ejemplo aunque Yates la ha reconstruido en sus libros–, dedicada a Francisco I, rey de Francia, quién contribuyó económicamente a su manufactura. Se trataba de un ambicioso edificio de la memoria por el cual el universo entero habría de ser recordado mediante la orgánica asociación de todas sus partes con el orden eterno que subyace en ellas.
Dispuesto en forma de anfiteatro romano el ingenio contaba con siete gradas. En la primera, a modo de puertas divisorias, se situaban los siete planetas clásicos representados por siete dioses paganos y siete ángeles, los Sefirots de la Cábala. Tras cada una de esas siete puertas se abre un pasillo que asciende por las seis gradas. Y para que cada uno de estos escalones se convierta en un lugar de la memoria, Camilo les da a cada uno un nombre asociado a escenas de la mitología clásica: «Banquete de Océano», «Cueva», «la tres Górgonas», «Pasifae y el Toro», «Sandalias de Mercurio» y «Prometeo». Tenemos un total de 42 lugares de la memoria (7 pasillos por seis gradas = 42). Tomando como base el significado simbólico de cada lugar, Camilo guarda en ellos cuanto desea recordar, también mediante imágenes mitológicas. Por ejemplo, en la grada de «las tres Górgonas», símbolo de las tres almas humanas, según la Cábala, Camilo deposita «cosas que pertenecen al hombre interior», pero que variarán según el planeta dibujado en la puerta tras la cual se abre cada pasillo. Por ejemplo, en el de Venus serán los afectos dominados por la voluntad y los impulsos eróticos; mientras que en la puerta del Sol, astro de la racionalidad, hay imágenes asociadas a la virtud del raciocinio, el intelecto, y el alma superior. Y en la puerta de Marte hay imágenes asociadas a las decisiones precipitadas y temerarias. La memoria podía así reflejar el universo entero. El macrocosmos en el microcosmos. .
Sol, magia y hermetismo
Cualquiera que conociera las obras atribuidas a Hermes Trismegisto, cuya traducción había sido acometida por el filósofo y astrónomo Marsilio Ficino en 1460, comprendía de inmediato que el teatro de Camilo estaba impregnado de magia hermética. Sus siete planetas son deudores de la narración del primer día de la creación según el Poimandrés, primer tratado del Corpus Hermeticum, donde se dice que «el demiurgo había modelado los siete gobernadores que rodean con sus círculos el mundo sensible». Asimismo, en la idea del alma humana, creada a imagen de Dios, se intuye la influencia del cabalista Pico della Mirándola. Y en cierto modo también la del español Raymon Llul, el cual había creado en el siglo XIV un arte de la memoria sui generis, cuyas escalas –como las gradas de Camilo– permitían ascender a las esferas celestes y aprehender todas las cualidades divinas para hacerlas luego descender hasta los espacios terrenales.
Pero si algo se adivina en este teatro es la influencia de las teorías copernicanas heliocentristas, que serían tanto el eje de la magia de Ficino y su academia florentina, como el núcleo de la vida y muerte de Giordano Bruno. Es por ello que el Sol preside la puerta central del anfiteatro de Camilo. Y comunica su fuerza vivificante a todos los lugares de su respectivo pasillo. Cualquiera que configurara su memoria según las reglas del teatro de Camilo podría obtener las virtudes solares –y del resto de planetas– en los aspectos más cotidianos de su vida. A este respecto se cuenta, por ejemplo, que en cierta ocasión un león –animal de naturaleza solar– escapado de un zoológico, se volvió totalmente manso en presencia de Camilo, dotado gracias a su «arte de la memoria» de una portentosa naturaleza solar.
En el Picatrix y el Asclepios –obras atribuidas también a Hermes–, se dice que los antiguos egipcios transferían poderes divinos a sus estatuas atrapando también el spiritus astral del Sol. El proceso, semejante al utilizado en la confección de talismanes, consistía en incluir en una estatua u objeto, símbolos de los cuerpos celestes cuyas cualidades se deseaba atraer. Ficino utilizó este tipo de magia, a la que añadió música, perfumes y poesías asociadas a cada planeta y que extendió a las obras artísticas de su tiempo. En una clara síntesis de magia talismánica y el arte de la memoria, numerosos cuadros renacentistas ofrecían imágenes de la mitología asociadas a las virtudes de los planetas que representaban. Al dejar su impronta en la mente, y ser evocadas luego por la memoria, estas obras atraían hacia la persona sus influencias benéficas. Se cree que éste fue el fin con que la familia Medici, mecenas de Ficino, encargó a Botticeli su célebre Nacimiento de Venus o La Primavera, obras plagadas de referencias mitológicas y planetarias. Un uso que parece avalado por la recomendación del famoso mago y protocientífico Giovanni Battista Porta, fundador en Nápoles de la Academia Secretorum Naturae que, en su Ars reminiscendi (1602) alienta a utilizar como imágenes de la memoria pinturas de Miguel Angel, Rafael o Tiziano por ser «todas ellas de tremenda fuerza expresiva» y asociadas a virtudes excelsas que cualquier iniciado en el arte de la memoria desearía atraer.
En este contexto, pletórico de magia y paganismo, nace en Nápoles, Giordano Bruno (1548-1600). Expulsado en 1572 de la Orden Dominica donde había ingresado a los diecisiete años, inició un periplo erizado de obstáculos que le conduciría hasta la hoguera. Primero a Ginebra, luego a París (1581), donde introduce en su arte de la memoria a Enrique III, da clases en la Universidad y publica sus primeras obras. En 1583 se instala en a Londres, en calidad de secretario del embajador francés. Allí frecuenta el círculo del poeta Philip Sydney, cuyo mejor amigo Fulke Greville –quién se definió a sí mismo como maestro de Shakespeare–, podría haber transmitido al gran dramaturgo algo de la técnica bruniana. Pero en ambas capitales europeas Bruno despierta la ira de sus contertulios, al explicar la nueva cosmología copernicana. Ello le costó agresiones verbales e incluso físicas en todos sus viajes posteriores: París, Marburg, Cambrai, Mainz, Praga, Helmstedt, Francfort, Wuttenberg o Zurich. En 1591 regresó a Italia a petición de un aristócrata veneciano, Giovanni Mocenigo, que deseaba aumentar sus conocimientos de magia. Pero al negarse Bruno a revelarle los últimos secretos de su arte, Mocenigo, le entregó a la Inquisición. Así fue como el año 1600, acabó siendo ejecutado por sus enseñanzas sobre los múltiples sistemas solares y la infinidad del universo. Aunque su verdadero «pecado» fue creer, fiel a los argumentos gnóstico-herméticos, que «la divinidad habita en nuestro interior gracias al intelecto y la voluntad». Y si la dignidad del hombre como mago reside en su propio ser, no queda sino aplicar las técnicas que despiertan la imaginación y conducen a la gnosis individual. Ese es el propósito secreto de Bruno, inspirado en las obras de Cornelio Agrippa, Llul y otros como el ocultista parisino Jacques Gohorry, según el cual ni Ficino ni Pico habían extraído el jugo suficiente a los sellos talismánicos herméticos.
El místico número treinta
Y ese es el objetivo que acomete en sus obras, empezando por Sombras idearum (1582) en el que ofrece instrucciones para crear sistemas mnemotécnicos concéntricos divididos radialmente en treinta partes. Tal y como Yates ha señalado, Bruno da en Sombras varias listas repetitivas con imágenes en número de 150, que han de ser dispuestas en cinco círculos concéntricos de treinta casillas. De esa forma se crean ruedas giratorias, a la manera luliana, que pueden arrojar un sinfín de combinaciones. Cuando así se hace, el resultado, «es un objeto de aspecto egipcio antiguo altamente mágico, en el que las imágenes de la rueda central son las de los decanos del zodíaco, las de los planetas, las mansiones de la Luna y las casas del horóscopo», explica Yates.
El uso reiterado del número treinta en las obras brunianas es uno de sus grandes misterios. Quizá lo utilizó en referencia a los treinta atributos divinos, sobre los que dio varias lecciones en París, o porque asimilaba este dígito al número de Sefirots de la Cábala y de Dignidades –divinas– lulianas. El caso es que aparece en otras obras suyas sobre la memoria, como Sellos o Estatuas. No deja de ser curioso que la tradición ocultista atribuya esta cifra a Simón el Mago, que en las arengas de San Ireneo contra las herejías gnósticas se mencionase que Juan el Bautista tenía treinta discípulos, o que éste sea el mismo número de eones de los gnósticos.
También John Dee, notable sabio y mago contemporáneo de Bruno, dispone, en su Clavis angelicae, treinta nombres mágicos en treinta círculos concéntricos para invocar a los ángeles y alejar a los demonios. Es muy posible que las ruedas combinatorias de Bruno en Sombras tuvieran ese mismo objetivo. Al tiempo que permitían convertir la memoria en una piedra filosofal psíquica capaz de recordar y ordenar todos los objetos del mundo inferior y superior. Una memoria de esa clase sólo podía pertenecer a un hombre dotado de poderes divinos, capaz de incorporar a su mente las virtudes de los gobernadores astrales que rigen el universo y remontarse así de esfera en esfera hasta el centro del mismo Sol. Paradójicamente en el caso de Bruno este ascenso vertiginoso acabó quemándole. Pero su gran logro, el perfeccionar la simple y tosca memoria artificial destinada a la retórica hasta convertirla en un instrumento mágico, influiría en campos ajenos al ocultismo como la invención del método científico por parte del alto iniciado Francis Bacon, o la teoría de las «mónadas» del filósofo alemán Leibniz, cerrando así un círculo que había comenzado en un banquete aciago.
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