domingo, 28 de septiembre de 2008


La codicia -el deseo sin fin de tener más- ha sido ampliamente detectada en la literatura. Aristóteles sugirió que si no teníamos un fin último (si no somos como el arquero que apunta a un blanco) estábamos condenados a un apetito insaciable y a una búsqueda ilimitada. Hegel, más de veintitantos siglos después, hizo un punto semejante al caracterizar al mercado. Como la sociedad moderna, dijo, no distingue entre necesidades reales y ficticias, entonces está condenada a multiplicarlas al infinito. "Por eso la necesidad no es producida por los que la poseen -declaró- sino por quienes buscan una ganancia con ella".

Si le creemos a Aristóteles y a Hegel (el primero debiera gustarle a los conservadores que piensan que en este valle de lágrimas estamos llamados a un único fin, motivo por el cual ellos moderan su consumo y no incurren en excesos) el control de la codicia supondría disciplinar los deseos de la gente (imponiendo un fin último o dictaminando cuáles necesidades son verdaderas y cuáles falsas): algo imposible de hacer sin sacrificio de la libertad.

¿No queda más que resignarse entonces? No, pero habría que distinguir. La codicia hace que la gente se deje engañar o engañe.

Para el primer caso -dejarse engañar por el deseo excesivo- el remedio es la información. Si la gente supiera que ciertas expectativas fracasarán con estrépito, entonces es probable que las abandone. En eso las clasificadoras de riesgo y las superintendencias tienen un papel que jugar. Para el segundo caso -para quien en vez de dejarse engañar, engaña- el castigo penal sigue siendo el mejor remedio: encarecer el negocio de engatusar hasta hacerlo poco rentable es lo más efectivo.

Pero hacer mucho más que eso no parece sensato. Si no hay engaño deliberado sino una escalada de expectativas, es mejor dejarlo así y distribuir entre todos los costos. A fin de cuentas, la creatividad también reposa sobre la ambición desmedida y la propensión al riesgo.

Hay que disponerse entonces a que una escalada de supuestos y de expectativas se vengan, de vez en cuando, abajo.

Después de todo las ilusiones -tejerlas es una de las manifestaciones de la libertad- también tienen su precio.

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