Periodista cultural
Gran redactor de contratapas y solapas, buen animador de foros, útil publicista de libros que sin él pasarían inadvertidos, se vuelve una especie peligrosa cuando domina por completo la cadena alimentaria de la literatura. De alguna forma, lo que llamamos posmodernidad es la llegada de esta especie más bien marginal hace cincuenta años al dominio completo de nuestra cultura. Damian Hirsh en la pintura es el símbolo mismo de ese golpe de Estado. Ni la universidad, dedicada a la gloria del transexual transcultural, se ha resistido al imperio de lo vistoso, al dominio de lo actual, de lo reportable.
Hoy, a nadie le parece entonces raro que los escritores se dediquen a recomendar discos, películas y restaurantes, como si ser escritor fuese sinónimo de tener buen gusto. Cuando escriben novelas, no pocos de mis colegas se fijan en qué centenario se está celebrando, qué escritor olvidado será recordado, qué cultura centroeuropea será revalorada cuando su libro salga de imprenta. No tienen la culpa, su subconsciente está recubierto ya de listas de top five, y actrices fetiches que reemplazan la intimidad real por una higiénicamente artificial. Sobre esa falsa intimidad, la de los coleccionistas nerd con un mal gusto muy fashion, se escriben la mayor parte de las novelas contemporáneas.
David Foster Wallace se mató este mes. Para felicidad de los periodistas culturales se ahorcó de un modo muy reporteable, justo cuando ellos empezaban a olvidarlo. Niño dorado de su generación, jugador de tenis, autor de una novela de mil páginas llena de notas al pie de página, defensor de las langostas, mago posmoderno, sarcástico crítico de su país, mártir de su generación, los periodistas culturales tienen mil cosas que decir sobre él. Nadie me dice, sin embargo, por qué debería leer sus libros.
Adorado, sobrevalorado, subvalorado, olvidado, antes de ser realmente él mismo, Foster Wallace encarnó todas y cada una de las fantasías de los periodistas culturales. Se mató porque estaba enfermo y frágil, pero quizás en el fondo mismo de su mente pensó que ése era el único modo en que pudieran leer sus libros sin llenarlos de adjetivos antes. Quizás pensó que lejos del apuro de los periodistas culturales podía llegar al limbo tranquilo de los escritores de notas necrológicas.
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