Giordano Bruno
Bruno pasó largos períodos yaciendo en silencio, abandonado en un estado
perpetuo de cuasi-inanición con su celda sumida en una oscuridad casi total,
húmeda como una tumba en la que nada se movía, gélida en invierno y un horno
carente de ventilación en verano. Y como contrapunto a las visitas del
inquisidor, entre el atizador al rojo blanco y la cuerda mojada que se iba
tensando, estaban los largos, largos lapsos de ausencia de tiempo e
interminable soledad, con sus pensamientos como única compañía. ¡Y qué pensamientos
debieron de ser, porque Bruno era un maestro del arte de la memoria y su
habilidad era una espada de doble filo! Por una parte, podía recordar los
millones de imágenes que almacenaba en su mente, rememorando detalles de su
pasado para aliviar con ellos el dolor físico y la desgarradora soledad. Pero,
por otra, ese talento debió de haber representado otra tortura para él, porque
una memoria tan precisa sin duda destilaba sueños de libertad y ofrecía
recuerdos de sol y aire fresco que lo hacían anhelar la fuga.
Empleando la antigua técnica con que estaba tan familiarizado, Bruno podía
volver a ver el curso de su vida. Allí estaba el muchacho que jugaba en la
aldea de Nola cerca de las laderas del Vesubio. Había nacido junto a un volcán
y había cenizas en su sangre. Venía del fuego, y al fuego regresaría. Y a
partir de aquel niño había ido creciendo el joven rebelde y discutidor que
sacaba de quicio a los padres dominicos cuando se oponía al dogma que se
enseñaba en el monasterio. Por eso, huyendo de Santo Domenico en el silencio de
la noche, Bruno se enfrentó a un largo y oscuro camino donde el peligro
acechaba en cada recodo. Podía volver a ver la Roma de 1576, pero algunos
recuerdos se difuminaban entre las sombras incluso para él. ¿Qué había ocurrido
realmente aquella noche en el puente? ¿Realmente había cometido un asesinato?
¿Había caído su hermano dominico al agua o fue empujado? Podía ver el rostro
del hombre y oler el aroma de la traición, y luego ver el miedo en sus ojos
cuando retrocedía en el frío aire nocturno hasta caer al agua.
Y una vez más los caminos, París, la devastación, una gloria arruinada.
Luego podía ver a Enrique, su querido Enrique, tan lleno de vida y curiosidad.
Y tantos otros. Conversación, conversación constante, la excitación del debate,
el súbito iluminarse con la comprensión de un rostro joven. Más allá de la sala
de disertaciones, los laboratorios de sus amigos, que se esforzaban por
descubrir encantamientos imposibles, secretos ocultos en el mundo secreto de
los alquimistas y los magos de Europa. Podía volver a ver el crisol
ennegrecido, oler la mezcla asfixiante de los productos químicos, ver bailar la
luz encima de las gotitas de mercurio. Y en su cama, mujeres blancas y jóvenes,
dulces aromas femeninos que abrumaban sus fosas nasales contaminadas. La oscura
caverna platónica y la fantasía de la piedra filosofal no eran para él, porque
Bruno tenía otras ambiciones, sueños que hacer realidad.
¿Podía recordar ahora el momento en que concibió su gran plan? Tal vez fue
la figura de Enrique la que lo inspiró, quizá fue ese rey el que lo animó a
creer que el mundo podía ser cambiado mediante la razón y el intelecto. ¿Cómo
había llamado al monarca? Ah, así: «El más cristiano, santo, religioso y puro
de los monarcas.»3 Pero al final Enrique le había fallado y por eso volvió la
mirada hacia Isabel, la reina hereje. Y con ello partió hacia Inglaterra. Allí
había impresionado a la corte, pero subestimó a la reina inglesa. Como todos
los ingleses, Isabel sólo quería evitar riesgos y mantener el estatus quo. Para
alcanzar sus metas sólo le valían los métodos más prosaicos, aquellos ya usados
y comprobados mil veces.
Los ingleses lo habían decepcionado bastante. En Oxford, los hombres más
elocuentes del país defendían tonterías aristotélicas. Decían ser eruditos y
estudiosos, pero en realidad estaban, bien lo sabía él, tan ciegos a la verdad
como aquellos sacerdotes que acariciaban sus rosarios y doblaban la rodilla
ante el estúpido presuntuoso del Vaticano. Los maestros de Oxford habían expulsado
a Bruno de su universidad, pero él había reconocido las razones de su veneno y
sabía que se trataba del veneno de los celos, aquella energía ávida y
codiciosa. Pero todavía podía recordar la manera en que se lo había hecho pagar
con su siguiente libro. «Id a Oxford —había escrito—, y haced que os cuenten
las cosas que le ocurrieron al Nolano cuando discutió públicamente con aquellos
doctores en teología. Haced que os cuenten con qué facilidad pudimos responder
a sus argumentos.»4
Más tarde, nuevamente en Europa. La sombra de la Inquisición nunca estaba
muy lejos, y Bruno había aprendido a no confiar en nadie. Pero seguía
sintiéndose consumido por el deseo de cambiar las cosas, de mejorar el alma de
los hombres. Había fracasado en dos ocasiones, y ahora sabía que si iba a
mejorar al hombre primero tendría que mejorar sus métodos. En Alemania había
hecho un fugaz intento de establecer su propio culto e ir más allá de la mera
filosofía. Contaba con apoyos, y habían sido muchos los que cuidarían de él
mientras se concentraba en fundar una nueva religión.
Pero aquello no había prosperado, y ahora no podía recordar por qué. Cuando
intentó conjurar las imágenes, descubrió que no le venía nada a la mente. Y
allí estaba, sumido en la oscuridad mientras empezaba a dudar de sí mismo. Se
acurrucó en un rincón de su celda, intentando no percibir el hedor a cloacas y
humedad, negándose a escuchar el gotear del agua y los gritos de otros
prisioneros agonizantes en celdas cercanas. ¿Habría sido un fraude? ¿Se habría
estado engañando a sí mismo durante tantos años? Y si todo lo que había llegado
a afirmar sólo fuese una mera repetición carente de valor? Por un instante se
precipitó en una incontrolable espiral y notó cómo la frente se le perlaba. Un
sudor helado cubrió todo su cuerpo. Podía ver ante él el ávido rostro del
inquisidor y las llamas, siempre las llamas. Podía oír el crujir del potro,
sentir el agua anegando su garganta y cómo se ahogaba, ardía y caía desde el
techo. La tortura emocional era casi insoportable. Y si estaba equivocado? ¿Y
si estaba padeciendo por nada, por nadie? ¿Y si las llamas del infierno
realmente lo estaban esperando? Si el Papa realmente hablaba por boca de Dios,
entonces lo único que podía esperar era la condena, primero ser quemado vivo y
luego la condena eterna.
Pero entonces llegó el cálido resplandor de la fe, la evidencia, la
confianza en sí mismo y la certeza. Por fin se acordaba de su nuevo propósito y
de cómo había comprendido que sólo un hombre en la tierra podía hacer que sus
planes fructificaron. A partir de ese momento supo qué debía hacer, y cuando el
muy idiota de Mocenigo le envió sus cartas, las consideró una señal, una
confirmación de que había hecho el mayor descubrimiento de toda su vida.
Había controlado todo su plan con consumada habilidad. Había hecho esperar
a Mocenigo, jugando con él hasta hacerlo enloquecer de impaciencia. La
temporada pasada en Padua había sido un auténtico golpe de genio que incrementó
la frustración de su suplicante mecenas hasta extremos casi insoportables.
Sabía cómo actuaba la Inquisición. ¿Cómo no iba a saberlo, cuando los
inquisidores llevaban toda la vida siendo sus enemigos? Sabía que querían
tenerlo a buen recaudo, especialmente allí en Venecia donde todos se
preocupaban tanto por la imagen pública.
Su comportamiento ante el tribunal había sido impecable, una auténtica obra
maestra; lástima que nadie lo hubiera apreciado en sus justos términos. Él
sabía que su caso plantearía serios problemas a los venecianos. Sabía que no lo
quemarían, pero que tampoco lo dejarían en libertad. Había apostado por un
juego muy peligroso, pero creía que al final las cosas saldrían bien. Si los
venecianos lo dejaban en libertad, habría una posibilidad de que pudiera
permanecer en Venecia sin ser molestado y de que se le permitiera enseñar allí.
Si los venecianos se inclinaban ante Roma, entonces tendría ocasión de
establecer contacto directo con el Papa y de llevar a cabo su misión,
convirtiendo al mismísimo Santo Padre y guiando de esa manera al mundo hacia un
nuevo amanecer.
Había faltado muy poco para que saliera bien. Todo había ido según el plan,
hasta que Bruno cometió un error fatal. Había sobrestimado el poder del Papa,
creyendo ingenuamente que Clemente no tenía que rendirle cuentas a nadie; que,
habiendo oído hablar del extraordinario Bruno, el Santo Padre querría
entrevistarse inmediatamente con él. Pero ahora sabía que cuando se trataba de
modificar la doctrina aunque sólo fuese en una coma, Clemente se encontraba tan
maniatado como los demás. Y finalmente su plan lo había llevado a la cárcel de
los inquisidores. El futuro sólo le reservaba agonía, agonía y muerte.
Etiquetas: Amador B. Jentill y Giordano Bruno
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