sábado, 12 de abril de 2008


Para el lector actual, lo quiera o no, víctima de una programación heredada e impuesta por la cultura profana, cualquier texto que no siga una secuencia racional –inclusive explicativa– en sus partes, o que no incluya generalmente una tesis y una demostración, es algo que no tiene valor. De hecho así quedarían descalificados –como lo están para los modernos– todos los textos sagrados universales por inconexos o absurdos. Esa actitud los lleva igualmente a encontrar contradicciones en la letra, lo cual alguna vez ocurre, aunque muchas de ellas sean aparentes; lo mismo cuando se acusa de vago o confuso algún libro, pues no siempre lo es con otros parámetros más abiertos de juicio. En realidad lo que se busca es algo fijo y oficial y de allí el rechazo, cuando no la fobia, a los textos llamados apócrifos, y aún a los simples manuscritos –que han pasado por numerosos copistas en distintas épocas y lenguas–, y también la desconfianza que puede producir una literatura no fechada con exactitud; igualmente se debiera señalar el prejuicio o el temor acerca de todo aquello que es anónimo.

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