Bruno es un autor que hasta los historiadores de la filosofía leen poco. Sus obras entrelazan tantos temas y tantos géneros, codificados dentro de una simbología y un arte mnemotécnico hoy prácticamente desconocidos, que resultan de difícil lectura para una mente moderna, lógicamente ordenada, habituada a la argumentación lineal de las novelas detectivescas, a los happy endings y a un conjunto cada vez más mundializado de signos unívocos.
De todas formas, Bruno siempre dirigió su discurso a las élites, en la suposición de que -si ellas adoptaban sus ideas- su doctrina alcanzaría una creciente universalidad. La nueva visión que proponía -y hasta la manera cómo la difundía, en persistente peregrinaje de corte erásmico- era una alternativa a la división dentro del cristianismo impuesta por la Reforma; pero una alternativa inaceptable, tanto para la ortodoxia católica, como para la protestante.
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