martes, 13 de mayo de 2008




—Hace algún tiempo, en el mes de las luces, el Signor Bruno fue quemado en la hoguera en Campo dei Fiori. Le habían concedido cuarenta días para abjurar de sus herejías: afirmar que la Tierra no era el centro de este universo, que había muchos otros soles y planetas más allá del nuestro, y que la divinidad de nuestro Salvador no era tal, en sentido estricto. Los monjes le ofrecieron besar un crucifijo en señal de arrepentimiento por los errores cometidos, pero él miró hacia otro lado. Como muestra de piedad, las autoridades eclesiásticas colocaron un collar de pólvora alrededor del cuello antes de encender el fuego para que explotase y de ese modo acelerar el fin. También le fijaron la lengua a la mandíbula para impedir que siguiera hablando. —El anciano dirige la vista a cada uno de los hombres con quienes comparte la cena y espera unos instantes antes de retomar la palabra—. En consecuencia, ahora la trama comienza a desvelarse para algunos de nosotros, y aquí comienza otro viaje. —Sus ojos se dirigen a un hombre encorvado sobre una jarra, situado al otro lado de la mesa, a la izquierda. Su vecino le propina un leve codazo y le susurra un aviso para alertarle acerca de la mirada del hombre que habla, puesta únicamente en él. Los dos hombres se miran, como petrificados, hasta que el más joven permite que una sonrisa a medias suavice sus rasgos, lo cual impulsa al anciano a seguir hablando con aplomo—. ¿Existe alguna manera de utilizar la fuerza implacable de nuestra inteligencia para mantener sus ideas de amor y armonía universal tan frescas como el rocío? —pregunta con un tono más enérgico—. ¿Será posible que triunfen Los trabajos de amor perdidos?

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