Y el arte de la memoria bruniana tiene su cenit en su última obra publicada De imaginum signorum et idearum compositione.
El De imaginum de Bruno. Aquí Bruno imagina una "mente artificial", nueva, reformada, concebida como una ciudad inserta en una figura cuadrada (remisión a lo terrestre, y toda ella sembrada por atrios y campos, donde en cada lugar vive algún dios, o un mito).
La ciudad cuadrada está rodeada por una gran circunferencia. Por la bóveda celeste. Luego, en su segundo libro, Bruno incursiona entre los "doce príncipes" o los doce dioses que inoculan sus beneficios celestes sobre el mundo sublunar, terrestre y humano. La apertura a sus poderes es mediatizada por ciento cincuenta imágenes que se engarzan en la esfera celestial, y que el ojo y la tierra pueden descifrar o leer. La memoria recuerda y repite el significado de esa proliferación de imágenes simbólicas. La mente humana así late dentro de la sustancia divina universal. El conocimiento o gnosis es así por un visible calidoscopio de figuras simbólicas, que permiten a un ojo sutil, interior, ver lo que antes se escondía tras portales impenetrables. En ese ojo que recibe las imágenes-puentes acontece el encuentro con la lejanía divina. Por los locus que contienen las imágenes, el sujeto que refleja esas figuras accede a la memoria y recuerdo de lo supraceleste. El subjetus memoriae es así conciencia, por la excitación visual, que se abre a lo universal y sus fuerzas sutiles.
El párpado cristalino, que refleja y absorbe el lenguaje visual imaginativo de la región superior, entroniza al ojo como órgano perceptivo fundamental, en desmedro del oído. Lo mismo ocurre en el arte renacentista, desde León Batista Alberti, hasta Durero o Leonardo (36).
Pero hablar de la primacía de lo visual es también aludir a la potencia des-ocultante de la luz. La luz ilumina los entes, las mixturas objetuales, las lianas de cosas múltiples. Pero no es a su vez forma o ente. Es lo sutil expansivo, un resplandor que no se ciñe a ninguna forma. La luz es medio de lo visual. Es lo que ilumina las formas-imágenes, que ponen en acto la memoria espiritual. Y la luz es lo que des-oculta la potencia originaria infinita que crea la finitud, que sólo en su apariencia es limitada. Porque siempre es atravesada y contenida por el río de la pulsión única, ilimitada.
En el arte mnemónico bruniano, la imagen simbólica, como en el romanticismo decimonónico, como en la imagen heteróclita surreal, como en la visión hipnagógica de Stan Brakhage, como en la pictórica de Malevich, Kandinsky o Barret Newman, es puente. Puente entre las tardes humanas, siempre apuñaladas por el ocaso, que extiende la piel humana.
Hasta la distancia que no concluye.
Y que entusiasma.
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