miércoles, 20 de agosto de 2008


La tradición heredada en occidente dice que educación es la transmisión de conocimientos, que al tenerlos, como si fueran una cosa, pueden aplicarse -como una herramienta- a un mundo y unos hechos que están ahí, existiendo con autonomía a nosotros.

Si el mundo es un conjunto de cosas y hechos que ya sucedieron y que existen independientes de nuestra existencia, lo que necesitamos son conceptos e ideas que nos permitan entenderlos y manipularlos. La práctica educativa normal sigue estando presa de ideas equivocadas. Mientras nuestros profesores no rompan con ellas, difícilmente desarrollaremos una educación útil que cultive habilidades de aprendizaje permanente.

Pero esta manera de comprender la educación no se hace cargo de una demanda provocada por el cambio permanente y la innovación. No es posible producir maestría desde esta concepción mecánica del conocimiento que nace de la división industrial del trabajo.

La unidad del mundo y de la dinámica de lo social surge del entramado de los actos de habla –tanto los hechos como los imputados- que generan relaciones, organizaciones, emprendimientos o innovación. De aquí nace un quiebre de la transparencia en que vivimos, que permite una apertura.

Desde esta ontología surgen otras consecuencias para la educación:

1. Que el aprendizaje más significativo, es el que proviene del ejercicio de prácticas de equipos que surgen de este entramado de actos de habla que crean maestría.

2. Y que la comprensión del saber acumulado comienza cuando los mentores son capaces de mostrar a sus pupilos de qué prácticas e interpretaciones históricas nacen las distinciones, conceptos y teorías.

Vemos tres consecuencias iniciales de estas ideas gruesas.

En primer lugar, una solución recurrente a la “mejora de la educación” es el traslado de nuevas metodologías pedagógicas o nuevos instrumentos tecnológicos. Pensamos que estos cambios tienen utilidad, pero también límites. Por ejemplo, las dinámicas de grupo o trabajo en equipo pueden ser eficientes; pero a condición que contemplen una ontología conceptual, distinciones que surjan de esas experiencias y que permitan su compresión.

Un buen ejemplo de un espacio en que hoy esto se cultiva, son los juegos masivos on-line de realidad virtual. Estos juegos pueden entregar un espacio de aprendizaje desde esta ontología que explicamos, si es que son parte de un diseño adecuado. Se puede cultivar una maestría en trabajo en equipo o en liderazgo. Los juegos son simuladores sociales que tienen la ventaja de experimentarse en ciclos de tiempo más cortos. Iluminados por un observador, los aprendices experimentan buenas y malas prácticas que surgen del entramado y articulación de los actos de habla, para cultivar la excelencia.

Como consecuencia de aquello, en vez de enseñar gramática estructural de la lengua, debiéramos enseñar una gramática ontológica, una gramática de la apertura de mundos posibles.

En segundo lugar, la educación debe hacerse cargo de cultivar las habilidades de innovación en los niños. Porque el aprendizaje práctico puede también quedarse en un nivel procedimental, que básicamente es la traducción pragmática de los conceptos abstractos.

El mundo que vivimos y el que viene no tiene un rumbo claro y nadie puede asegurar cuáles son los procedimientos y las técnicas necesarias para enfrentarlo. La coordinación efectiva, -que implica saber hacer ofertas y peticiones, una valoración de los compromisos y una maestría para su cumplimiento- es un primer paso, para enfrentar el desafío de la incertidumbre. Pero no es suficiente. Necesitamos de jóvenes que cultiven una sensibilidad histórica, que se apropia del espacio donde viven, son capaces de rescatar las anomalías y transformarlas en producto, en oferta, en fuerza, o en organización.

La cultura que la educación debe promover no es la del conocimiento, sino la disposición de aventura, de enfrentar los acontecimientos, interpretarlos y hacerse cargo de ellos.

Por eso debemos enseñar historia. Pero una historia de las prácticas, que generaron nuevas ideas y fueron capaces de moldear el mundo que venía. Debemos educar para aprender a hacer eso, no para conocerlo o memorizarlo.

En tercer lugar, todo esto no es posible sin cultivar una sensibilidad y orientar las preguntas más trascendentes sobre el sentido de la existencia. Porque el que es capaza de enfrentar esas preguntas, y en primer lugar la pregunta por la muerte, es también capaz de desarrollar una fortaleza emocional y espiritual que le servirá para enfrentar desafíos, emprender proyectos o negocios, repensar lo que existe, arriesgar e innovar.

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