teología trinitaria
La teología trinitaria de Joseph Ratzinger. Algunas notas
+Luis F. Ladaria
Si quisiéramos comparar la cantidad de páginas que Joseph
Ratzinger ha dedicado a la teología trinitaria con las que ha escrito, por
ejemplo, sobre la eclesiología o la escatología, llegaríamos tal vez a la
conclusión de que esta cuestión no le ha interesado especialmente. Es posible
que a causa de esta valoración meramente “cuantitativa” este tema no ha sido
objeto de mucha atención por parte de los estudiosos del pensamiento del
precedente Pontífice. Pero este criterio de la cantidad puede llamar a engaño.
Los diferentes libros y artículos de Joseph Ratzinger que tratan del misterio
de Dios uno y trino merecen interés. A ellos dedicaremos nuestra reflexión sin
pretender por supuesto un análisis exhaustivo de todos los aspectos. Trataremos
de concentrarnos en lo esencial.
De la unidad a la trinidad. La vía del amor.
Empezamos por una afirmación fundamental de Ratzinger que es
un punto de partida de gran profundidad teológica. Después de haber hablado de
la profesión de Dios hoy en el capítulo cuarto de su Einführung in das Christentum,[1]
se pasa al capítulo quinto dedicado a la fe en el Dios uno y trino con estas palabras:
«Con lo que hemos reflexionado hasta ahora hemos alcanzado un punto en el que
la confesión cristiana del Dios uno, con una suerte de necesidad interna, pasa
a la confesión del Dios tri-uno» [2].
Sorprende ciertamente esta afirmación. ¿Cuál es el punto alcanzado a partir del
cual el paso de la confesión del Dios uno a la del Dios “tri-uno” se produce en
virtud de una necesidad interna? Encontramos la respuesta a la cuestión a
partir de lo que Joseph Ratzinger ha dicho en el capítulo precedente sobre el Dios
personal y el espacio del amor y por consiguiente de la libertad que
caracteriza la noción cristiana del mundo y de la creación y en particular del
hombre como persona. Se trata del primado de lo particular sobre lo general. En
un mundo que es amor lo más grande es simplemente aquello que puede amar. Esto
se dice en primer lugar del hombre, “persona” y no mero “individuo”[3].
El Ser que todo lo sostiene es «conciencia,
libertad y amor (Bewusstsein, Freiheit und Liebe)»[4].
Por ello la lógica interna de la fe cristiana en Dios «obliga a la superación
de un mero monoteísmo y lleva a la fe en el Dios uno y trino»[5].
De ahí se puede dar el salto a Dios en su misterio: el Dios increado y eterno,
definido ya desde el comienzo, como «el amor mismo (die Liebe selbst)»[6],
misterio también en sumo grado, el misterio mismo, ya que el amor es siempre en
sí mismo misterioso. En el prólogo a la nueva edición del año 2000 de su Einführung in das Christentum nos dice Joseph Ratzinger que
el mundo viene de la razón «y esta razón
es persona, es amor (und diese Vernunft ist Person, ist Liebe)»[7].
La raíz de la fe trinitaria: la figura de Jesús
J. Ratzinger subraya el punto de partida de la fe trinitaria
de la Iglesia :
este no puede ser más que la figura de Jesucristo, un hombre que se proclama y
es Hijo de Dios: por una parte se dirige a Dios, le habla, le llama Padre;
Tiene que ser por consiguiente “distinto” de Dios Padre. Por otro lado, su
función de mediador nos dice que él es ciertamente hombre, pero también Dios,
porque de lo contrario no nos llevaría a él. Jesús es “Dios con nosotros”, (Emmanuel), Dios que se acerca a
nosotros, pero no como “Padre”, sino como “Hijo” y como hermano para nosotros.
Descubrimos por tanto en Dios una duplicidad, Dios es yo y tú. A esto se añade
la experiencia del “Espíritu”, la presencia de Dios en nosotros, en nuestro ser
íntimo. Este Espíritu no se puede identificar con el Padre ni con el Hijo, ni
es tampoco un “tercero” entre Dios y nosotros, «sino que es la manera como Dios mismo se nos
da, como entra en nosotros, de tal manera que él en el hombre y en el centro de su ser está con todo infinitamente por encima
de él »[8]. Sin duda ninguna J.
Ratzinger se inspira en el Nuevo Testamento para esta reflexión, aunque no
aduce ningún texto explícito. La relación yo-tú entre el Padre y el Hijo se
halla ampliamente documentada en los evangelios; bastará citar Mt 11,25-27=Lc
10,21-22; Mc 14,36; Jn 17. La presencia del Espíritu en el creyente se halla
también ampliamente atestiguada en el Nuevo Testamento: Rom 8,9.11; 1 Cor 2,12;
Gal 4,6, 1 Jn 3,24, etc.
Es natural que, con el trasfondo del monoteísmo
veterotestamentario sugiera la pregunta de si estas tres formas del encuentro
con Dios respondían a una auténtica realidad o eran solamente las diversas
modalidades con las que el Dios uno se acerca al hombre. Si nos dice solo algo
sobre el modo de relacionarse el hombre con Dios o nos muestra quién es Dios
mismo. La gran Iglesia no dudó en responder a estas dudas: « Dios es
como se muestra. Dios no se muestra en un
modo en el que no es (Gott ist so,
wie er sich zeigt; Gott zeigt sich
nicht auf eine Weise, wie er nicht ist)»[9]. Nos hallamos ante un punto
fundamental de la noción cristiana de Dios, a la vez que la recta doctrina
sobre Cristo. Quien encuentra a Jesús encuentra realmente a Dios en una
humanidad como la nuestra. Pero por otra parte el Hijo que dice tú al Padre no
está en realidad hablando consigo mismo, las tres “personas” son realidad, no
ficción, no modos de aparecer de Dios ante nosotros. Ciertamente que el vocablo
“persona” podía, en un primer momento, dar origen a malentendidos, dado su
significado de la máscara del teatro. Volveremos sobre este particular. En este
punto concreto la reflexión de los primeros siglos cristianos dio pasos de
gigante.
Dos soluciones fáciles resultaban vías sin salida (Sackgassen) para resolver el problema de
la unidad y de la trinidad en Dios. Por una parte el “subordinacionismo” que
negaba la divinidad de Cristo, consecuentemente también la del Espíritu y por
tanto eliminaba de raíz la cuestión trinitaria. No se tomaba en la debida
consideración la relación única de Jesús con el Padre. Es evidente la
infidelidad al Nuevo Testamento. El arrianismo será la manifestación más
evidente y a la vez más consecuente del subordinacionismo. Otra solución sin salida
ve Joseph Ratzinger en lo que él llama “monarquianismo”, que afirma de modo
radical la unidad de Dios; las formas diversas con las que aparece ante
nosotros no responden a su ser. Me sea permitido hacer una aclaración y un
breve excursus terminológico: Joseph
Ratzinger llama monarquianismo al “patripasianismo” o “sabelianismo”, llamado
también en una terminología más reciente “modalismo”. Es la afirmación de una
sola persona en Dios que aparece en formas diversas. Hay que tener presente que
en los primeros siglos de la Iglesia
muchos autores insistieron en la “monarquía” del Padre, único principio de la
divinidad, sin ser para nada “patripasianos”, es decir, sin ser en absoluto “monarquianos”
en el sentido en que Ratzinger usa la expresión[10];
no parece por tanto que esta sea adecuada, y de hecho no es usada ya en la actual
investigación histórico-teológica. Aclarada esta cuestión terminológica, hay
que afirmar que las diversas manifestaciones del patripasianismo convergen en
considerar que la Trinidad
es solo la expresión de Dios en la historia, y no responde a su ser íntimo. Es
evidente entonces que el patripasianismo o sabelianismo corta el camino de la
fe, no toma en serio la vida de Jesús en su relación constante al Padre, no
puede entrar en la concepción del Dios amor. En una palabra, según esta
concepción, Dios no se revelaría tal como es, sino de otra manera. Resulta por
tanto claro que no puede seguirse esta vía[11].
La doctrina trinitaria, al tener que moverse entre uno y
otro camino, en realidad no muy distantes entre sí, aparece entonces en primer
lugar como una doctrina negativa. Nos muestra la insuficiencia fundamental de
nuestro lenguaje sobre Dios. Más que buscar un concepto que lo abarque todo,
tenemos que ver la multiplicidad de aspectos que se deben yuxtaponer más que
sintetizar. Y debemos tener presente, dice también J. Ratzinger, que, en todo
cuanto se refiere a Dios, no podemos comportarnos como puros observadores; es
preciso entrar en el “experimento” de Dios, en la fe[12].
Pero es evidente que la doctrina trinitaria de la Iglesia nos dice algo
sobre Dios, no hace solo afirmaciones negativas: «[Estas afirmaciones] pueden y
deben ser entendidas como afirmaciones llenas de sentido, que por supuesto
expresan alusiones a lo inefable y no su contracción en nuestro mundo
conceptual»[13].
Una esencia en tres personas.
La fórmula trinitaria «una esencia en tres personas», es
analizada por nuestro autor en tres pasos sucesivos, subrayando cada vez el
carácter paradójico de la misma. El primer paso se refiere al sentido primordial
de la unidad y la multiplicidad. Solo la unidad era para los antiguos divina, la
multiplicidad una caída, nace de la ruina y a ella lleva. La visión cristiana
cambia radicalmente estos presupuestos. La divinidad es en sí misma unidad y
multiplicidad, también esta última es original y tiene en Dios su fundamento
último. Se puede recordar aquí la frase de un pensador especialmente querido a
Joseph Ratzinger, san Buenaventura de Bagnoreggio: «Si unitas divina est
perfectissima, necesse est quod habeat pluralitatem intrinsecam»[14].
Joseph
Ratzinger dice por su parte: «La más alta forma determinante de la unidad es
aquella unidad que crea el amor. La unidad plural que crece en el amor es una
unidad más radical y verdadera que la unidad del “átomo”»[15]. En modo
todavía más conciso: «Dios existe como amor, y esto significa en concreto: es
como Trinidad. Como amor es desde siempre en sí mismo y según su esencia
encuentro fructuoso de yo y tú y precisamente así unidad altísima»[16].
El segundo paso conducirá a poner de relieve la
especial importancia que en la teología trinitaria tiene el concepto de
persona. El desarrollo de este concepto es sin duda una de las grandes
contribuciones de la antigua teología cristiana al pensamiento universal.
Ratzinger justamente señala que la etimología de la palabra, tanto su
antecedente griego prosopon como la
palabra latina que ha llegado hasta nosotros, persona, nos dicen que sólo puede ser persona un ser en relación,
no una singularidad absoluta, cerrada en sí misma. Pros significa, en efecto, “a” o “hacia”. Y per significa “a través de”, la persona “resuena a través de”, una
relación que significa comunicabilidad (Sprachlichkeit)[17]. Ratzinger recuerda que el concepto de persona
tiene que ver con el teatro o la narración dramática, no solamente por la
máscara a través de la cual las palabras “resuenan” (personare), sino también por los “papeles” Rollen, que cada actor
desempeña. La llamada “exégesis prosopográfica” ha puesto de relieve este
aspecto. Ya en la primera página de la Biblia Dios habla consigo mismo: «Hagamos al
hombre…» (Gn 1,26) [18]. Y
también en el salmo 110, 1 leemos: «Dice el Señor a mi Señor…». En este último
pasaje han visto los primeros cristianos el diálogo de Jesús, el Hijo eterno,
con el Padre[19]. Esto
quiere decir que no se trata solo de roles dramáticos, sino de seres que hablan
entre sí y se comunican según lo que realmente son y no según una apariencia,
se trata, precisamente, de “personas”. Del teatro a la realidad. Dios no
representa solamente diversos roles, sino que en él tenemos realmente el plural[20].
El que habla es distinto realmente de aquel a quien se dirige la locución y de
aquel de quien se habla. Tertuliano hará
referencia al pasaje de 1 Cor 15,24-28 sobre la entrega del reino por Cristo al
Padre: en el texto bíblico aparece con claridad que el que entrega el reino y
aquel a quien se entrega son realmente dos, no uno solo[21].
A partir de estos elementos se ha llegado al concepto de “persona”, que en los
primeros siglos de la Iglesia
se ha ido precisando.
De estos datos podemos deducir que si el Absoluto es personal,
no puede ser un singular absoluto, sino que supera en sí necesariamente lo
singular. En esto naturalmente tenemos que ir mucho más allá de nuestro
concepto del hombre como “persona”. El concepto de persona, a partir de nuestra
experiencia de la persona humana, ilumina ciertamente la personalidad de Dios,
aunque a la vez la encubre[22].
Pero por otra parte, podemos añadir anticipando ideas que todavía deberemos
desarrollar, esta última ilumina también nuestro ser personal en cuanto nos
hace ver que éste no tiene sentido en el aislamiento y en la carencia de
comunicación.
El tercer paso nos mostrará que la paradoja de la fórmula
«una essentia, tres personae está asociado al problema de lo absoluto y lo relativo
y pone de relieve el carácter absoluto del relativo, de lo que es en referencia»[23].
No hace falta que nos detengamos en la breve consideración de Ratzinger sobre
el carácter de regulación terminológica que tiene la fórmula dogmática que ahora
nos ocupa y que tendría cualquier otra que se hubiera propuesto[24].
Pero en el lenguaje y en el esfuerzo por precisarlo se toca la realidad misma.
En este esfuerzo cristiano por buscar la recta imagen de Dios y explicar la
figura de Jesús de Nazaret surge el concepto y la idea de la “persona”. Pero antes de explicar este concepto se
imponen algunas observaciones, a fin de evitar malentendidos: hemos hablado
hasta ahora de pluralidad en Dios, pero no podemos hablar de multiplicidad de
principios divinos. Por ello es necesario mantener la primera parte de la
fórmula, “una essentia”. Pero es evidente que no podemos buscar ahí la Trinidad. Ésta tiene
que estar en el plano de la relación.
Nos hemos referido ya al diálogo de Jesús con el Padre. Teniendo por tanto
presente que Dios es uno y que en ningún caso se podía hablar de tres dioses, y
considerando por otra parte que en Dios se da también el diálogo, la
distinción, la categoría de la relación ha sido de importancia primaria y ha
adquirido un sentido completamente nuevo respecto a la filosofía antigua.
Basilio ha hecho ya amplio uso de esta categoría para asegurar la distinción en
Dios sin que la unidad de la sustancia se vea afectada. Agustín ha seguido este
camino y ha precisado todavía mucho más: para él esta categoría no está entre los accidentes,
como ocurría en Aristóteles; la distinción entre lo sustancial y lo relativo
adquiere otro valor. Si Dios no es solo Logos sino Dia-logos es claro que «junto
a la sustancia está el diálogo, la relatio.
Como una forma del ser igualmente original»[25].
Evidentemente esto vale de modo especial para el ser divino, ya que, según
decía Agustín, en Dios no hay accidentes, sino únicamente sustancia y relación.
Veamos el pasaje fundamental del doctor de Hipona:
En
Dios no se dice nada según el accidente, porque en él nada es mutable; y no
obstante, no todo lo que se dice de él se dice según la sustancia. En efecto,
se habla de Dios según la relación (ad
aliquid), como el Padre respecto al
Hijo, y el Hijo respecto al Padre, lo cual no es accidente, porque este es
siempre Padre y aquel es siempre Hijo… Aunque sea diverso ser Padre y ser Hijo
esto no significa una sustancia diversa, porque estas cosas no se dicen según
la sustancia sino según la relación; y esta relación no es un accidente porque
no es mutable[26]..
La relación se convierte en una categoría fundamental al
lado de las que conoció el mundo clásico de la sustancia y los accidentes. Es
la creatividad del pensamiento cristiano, que ha podido así desarrollar la idea
de la persona y de lo personal[27].
Hay por tanto en Dios un yo y un tú, hay diálogo, dice J.
Ratzinger, expresando en lenguaje personalista lo que la teología clásica afirmaba
en categorías más abstractas. Precisamente llega a esta conclusión a través del
análisis del concepto de persona. Sabemos que no todos los teólogos han
aceptado con facilidad el hablar de un yo y un tú en Dios en su ser
intratrinitario[28]. Ratzinger
se alinea sin hacer problema entre quienes aceptan sin dificultad este
lenguaje. Es natural que así sea, puesto que recurre con mucha frecuencia a las
categorías del amor, el diálogo y la palabra: «Cuando nosotros tenemos que hablar de él
[Dios] con la categoría de lo triple, no se piensa en una multiplicación de las
sustancias, sino que se dice que en Dios único e indivisible existe el fenómeno
del diálogo, de la mutua referencia de la palabra y del amor. Esto significa a
su vez que las “tres personas” que hay en Dios son la realidad de palabra y
amor en su interna referencia mutua »[29]. Y todavía: «El
concepto de persona expresa desde su origen la idea del diálogo y de Dios como
esencia dialogal. Se refiere a Dios como la esencia que vive en la palabra y en
la palabra existe como Yo, Tú y Nosotros»[30].
El concepto de “persona” y la categoría de la
“relación” se hallan íntimamente unidos. En la historia de la teología se han
desarrollado juntos. Un paso decisivo en este desarrollo ha sido dado, como ya
hemos visto por san Agustín. Cada una de las tres personas en su ser hacia sí
mismo son únicamente “Dios”. En su ser hacia el otro, y solamente en cuanto
relacionados, son Padre, Hijo o Espíritu (don). “Don” es el nombre relativo que
Agustín aplicó al Espíritu para poder expresar el tejido de relaciones con el
Padre y el Hijo[31]. Ratzinger
llega a decir: «Las tres personas que hay en Dios son según su esencia – como
dice Agustín y la teología patrística tardía- relaciones »[32].
Se sintetizan en esta frase muy rápidamente muchos siglos de historia de la
teología y del pensamiento. Si bien es verdad que a partir de Agustín se ha
profundizado en la idea de las relaciones entre las personas divinas, hay que
llegar a Tomás de Aquino para que se afirme con claridad que las personas son relaciones. Como es sabido Tomás definió
la persona divina como relatio subsistens
la relación subsistente[33].
Ratzinger
dice por su parte: «La persona es la pura relación de la referencia, no otra
cosa. La relación no es algo que adviene a la persona, como en nosotros, sino
que consiste solo en la referencia»[34]. Y también: «La relación, el ser relacionado,
no es algo que adviene a la persona, sino que ella es la persona misma, la persona existe según su esencia solamente como relación»[35]. Como vemos, sin citarlo
explícitamente, Joseph Ratzinger se inspira de manera muy directa en Tomás de
Aquino. Éste acentúa expresamente que la persona y la relación se identifican in divinis. Entre los hombres la
relación se añade a la persona, no así en Dios. Las personas divinas son pura
referencia, ser ad aliquid, pro,j ti..
Estos principios se aplican en concreto a las personas
divina. Así el Padre no es primero persona y luego Padre en cuanto engendra al
Hijo, como si a la persona ya constituida se le añadiera el acto de engendrar,
sino que, es el acto mismo de engendrar, el acto del darse. En las mismas
palabras de Ratzinger: «La primera persona no engendra en el sentido de que a la
persona ya completa le sobreviniera el acto de engendrar un hijo, sino que ella
es el hecho de engendrar, de darse,
de derramarse. Es idéntica con este acto de la donación »[36]. Lo mismo se puede decir
de las otras personas divinas. La noción cristiana de la persona, en particular
de la persona divina, constituye por tanto una radical novedad respecto a la
idea de un simple individuo.
¿Nos hemos apartado de la Escritura con estas
consideraciones? En verdad solo aparentemente. El evangelio de Juan habla del
Padre y del Hijo, los dos son nombres relativos. La cristología de san Juan
está penetrada de la idea de la “relación”. La referencia de Cristo al Padre es
una constante. Jesús dice: «El Hijo no puede hacer nada por sí mismo» (Jn 5,19)
. Pero a la vez nos encontramos con Jn 10,30: «Yo y el Padre somos una sola
cosa» (Jn 10,30). Si la primera frase implica dependencia, la segunda recalca
la igualdad. Precisamente porque Jesús no tiene nada por sí mismo, porque no se
coloca como una sustancia cerrada junto al Padre, sino en la total relatividad
sin reservas a causa de lo que le es propio, por ello mismo es uno con el Padre[37] Pero la segunda frase joánica merece todavía
una ulterior profundización, que hago por mi cuenta: en ella cada una de las
dos expresiones se opone a la otra y a la vez la exige. Yo y el Padre marca la
distinción, Jesús no es el Padre. Pero esta distinción es en la total
referencia, en la relación total: Jesús, como Hijo, no es en sí mismo, sino en
el Padre, siendo uno con él[38].
Cristo, según el evangelio y la primera carta de Juan, es el Logos (cf. Jn
1,1.14; 1 Jn 1,1). Este vocablo quería decir para los griegos “inteligencia”,
pero en los escritos de Juan su significado primordial es “palabra”. La palabra
es siempre “de alguien”, y se dirige “a alguien”, es «la pura relación del que habla al
interpelado»[39]. Tenemos de nuevo la apertura del ser a la
idea de relación. La palabra es siempre camino y apertura hacia otro.
Precisamente en la falta de esta idea de relación, en la insistencia en la
sustancia, ve J. Ratzinger el problema de la clásica definición de Boecio que
tanto influjo va a tener en los siglos sucesivos: «naturae rationalis individua
substantia». Prefiere la definición de Ricardo de San Víctor, «spiritualis naturae
incommunicabilis existentia», que introduce en el pensamiento la categoría de
la “existencia”, ajena a las especulaciones filosóficas precedentes[40].
El “nosotros” en
Dios
A partir de su exposición de la idea de la
relación y en concreto de la relación de Jesús con el Padre desarrolla Joseph
Ratzinger uno de los puntos mas originales de su teología trinitaria: su idea
del “nosotros” en Dios. Ya hemos visto como, en diferentes ocasiones, Ratzinger
se refiere a la aparición de este “nosotros” ya en el Antiguo Testamento. Los
primeros cristianos, a partir del Nuevo Testamento y de l Padres Apostólicos,
han visto ya la Trinidad
afirmada en estos textos. En la
interpretación de Gn 1,26: «Hagamos al hombre a nuestra imagen y
semejanza» en los tres primeros siglos
se ha producido un fenómeno curioso: mientras el “hagamos” se refería al Padre
y al Hijo, y a veces también al Espíritu Santo, no se daba al “nuestra imagen” la misma significación
trinitaria. La segunda parte de la frase se refería solamente al Hijo, sea al
Hijo eterno, sea al mismo Hijo en cuanto se debía encarnar. Pesaban mucho,
probablemente, las explícitas afirmaciones del Nuevo Testamento que atribuyen a
Cristo el título de “imagen de Dios” (2 Cor 4,4; Col 1,15). Pero a partir del
siglo IV, en parte como consecuencia de las controversias con los arrianos,
también “nuestra imagen” se ha convertido en la imagen de la Trinidad. Es muy coherente que
se haya planteado el problema: es la imagen de la Trinidad el hombre como
individuo o entra también su dimensión social, en concreto familiar, en esta
definición. San Agustín, como es sabido, negó decididamente esta segunda
posibilidad, arguyendo ciertamente con sólidas razones[41].
Cada hombre, en su alma, es imagen de Dios trino, en cuanto tiene memoria,
inteligencia y voluntad, o en cuanto tiene una mente que conoce y ama[42].
Con esto, dice Ratzinger, Agustín ha provocado una reducción (Verkürzung), «en cuanto explica a las
personas divinas en el interior del hombre, considera las facultades anímicas
como su correspondencia y establece al hombre en su conjunto como correspondiente
de la sustancia divina, de tal manera que el concepto trinitario de persona no
viene trasladado a lo humano en su fuerza inmediata»[43].
Pero antes de pasar a la antropología, como hace ya
Ratzinger en este párrafo, tenemos que detenernos en lo teológico. En diversas
ocasiones nos hemos referido al Yo y al Tú en Dios. Esto lleva de la mano al
“nosotros”. Dios no es un simple diálogo “Yo-Tú”, sino un “nosotros” del Padre,
el Hijo y el Espíritu Santo. El Yo y el Tú se encuentran en el “nosotros” más
grande que los abraza. Dios no es unipersonal, en el concepto cristiano de Dios
la pluralidad (Vielheit) tiene la
misma dignidad que la unidad. En las antiguas fórmulas, que siguen siendo las
nuestras, «mediante Cristo en el Espíritu Santo hacia el Padre (durch Christus
im Heiligen Geist zum Vater)» se expresa este “nosotros” divino. Pero, señala
Ratzinger, este “nosotros” intradivino se puso con frecuencia entre paréntesis
en la cristiandad occidental, en parte a causa de los desarrollos, cargados de consecuencias
(folgenschwerste), que derivan de
Agustín y de su doctrina trinitaria. Hemos visto ya como su enseñanza acerca
imagen de Dios en el hombre colocaba la correspondencia con el ser divino
simplemente en las posibilidades psíquicas del ser humano. La distinción
personal en Dios se encerraba en su interior, y Dios hacia fuera se convirtió
en un simple Yo, con lo cual la dimensión del nosotros se perdió en la teología
y la relación individualística yo-tú se volvió más estrecha[44].
Dicho con otras palabras, la
Trinidad se volvió irrelevante. Paradójicamente, dice
Ratzinger, ha sido Feuerbach, el que ha vuelto a abrir el camino a lo personal
y ha facilitado la vuelta a los orígenes de nuestro ser revelados en Cristo[45].
No explica con detalle las razones de esta afirmación.
La articulación intratrinitaria del “nosotros”.
Sobre el Yo y el Tú del
Padre y del Hijo en su relación mutua nos ha hablado ha frecuentemente Joseph
Ratzinger. Por lo demás, ha insistido mucho en la necesidad de confesar y
anunciar a Dios como Padre, tal como Jesús
nos lo da a conocer; solo en él se revela la verdadera paternidad divina y
consiguientemente el sentido de toda paternidad[46].
Precisamente en su relación al nombre de “Padre” adquiere el título Hijo
aplicado a Jesús toda su significación[47].
Es el título que, por delante incluso de otros muy importantes como “Señor” y “Cristo”,
ha ocupado el primer lugar en la tradición. Pero al nosotros divino pertenece
también el Espíritu Santo. ¿Cómo se relaciona al Padre y al Hijo? Determinar
esta relación es más difícil que en el caso de las dos primeras personas entre
sí; nos ayuda menos el nombre y además en el Nuevo Testamento el Espíritu nunca
se dirige ni al Padre ni al Hijo. Por otra parte, en la historia de la Iglesia los movimientos y
las personas que han apelado al Espíritu Santo con alguna frecuencia se han
hecho sospechosos de heterodoxia. Todo esto ha hecho que se haya producido un
cierto “olvido” del Espíritu[48].
El lugar para el Espíritu en la comunión trinitaria lo encuentra Ratzinger a
partir de una consideración general: una simple dualidad no puede existir
porque o bien la dualidad permanece, y entonces no se produce la unidad, o los
dos se mezclan y entonces la dualidad desaparece. Aplicando esto a la Trinidad se nos dice:
Padre e Hijo no son uno como si se disolvieran el uno en el otro.
Permanecen uno frente al otro, pues el amor se funda en el “frente a frente”
que nunca es superado. Cuando cada uno de ellos sigue siendo él mismo y no se
anulan recíprocamente, su ser uno no puede consistir en que cada uno sea para
sí, sino en la fecundidad en la que cada uno se da a sí mismo y cada uno es él
mismo. Son uno porque su amor es fecundo, porque va más de ellos. En el
Tercero, en el que se dan, son cada uno él mismo y son uno[49].
El texto merece algunas consideraciones: ante todo, es evidente que se
refiere al Espíritu Santo, aunque este no es mencionado directamente. Pero sí
indirectamente, cuando se habla del Geschenkt, donum, nombre del Espíritu desde los tiempos de la patrística
pasando por Santo Tomás y hasta nuestros días[50].
Es evidente la inspiración agustiniana del pasaje: el Espíritu es el don mutuo,
es el amor mutuo del Padre y el Hijo y por ello puede ser don a los hombres; de
nuevo es necesario citar un pasaje clave de san Agustín:
Es
manifiesto que no es algo diverso de los dos aquello por lo cual uno y otro
están unidos, aquello por lo cual el engendrado es amado por el que lo engendra
y ama a su vez a este último: de tal manera que existen conservando la unidad del Espíritu en el vínculo de la paz (Ef
4,3), no por participación ni por el don de alguien que fuese superior a ellos,
sino por el suyo propio […] . El Espíritu Santo por tanto es algo común […] al
Padre y al Hijo, o incluso la misma comunión consustancial y coeterna. La cual,
si se puede llamar de manera conveniente amistad, llámesela así, pero es más
conveniente llamarla caridad[51].
En el don mutuo el Padre y el Hijo son uno. La unidad del
Padre y el Hijo tiene que ver por consiguiente con el tercero, con el Espíritu,
que entra también en este nosotros en cuanto es a la vez amor unitivus y amor procedens.
Por ello, concluye Joseph Ratzinger, ciertamente muy inspirado en Agustín, si
Dios es amor, es Yo y Tú, tiene que ser uno y por tanto tiene que ser trinidad[52].
Citamos algunos textos fundamentales:
Este nombre de la tercera persona divina, a diferencia de «Padre» e
«Hijo», no expresa nada específico, sino que designa en general lo común de
Dios. Pero ahí resuena ya lo “propio” de la tercera persona: es lo común, la
unidad de Padre e Hijo, la unidad en persona. Padre e Hijo son uno con el otro
en la medida en que van más allá de sí mismos; en el tercero, en la fecundidad
del darse, son Uno[53].
Todavía con más profundidad si cabe había dicho ya
antes J. Ratzinger:
La mediación del Padre y el Hijo a la unidad total no se ve en una
general consustancialidad óntica, sino como una communio, es decir, no a partir
de una esencia metafísica general sino desde las personas. La dualidad vuelve a
la unidad en la Trinidad. Sin eliminar el diálogo, precisamente así este se
confirma. Una mediación para la unidad que no fuera una persona desharía el
diálogo como tal. El Espíritu es la persona como unidad, la unidad como
persona.
El Espíritu es la unidad que Dios se regala a sí mismo, en la que él
mismo se regala, en la que el Padre y el Hijo se dan recíprocamente. Su
paradójico “proprium” es ser communio, poseer su propia mismidad precisamente
en ser completamente el movimiento de la unidad[54].
El Espíritu es amor y don. Dos características que desde san Agustín van
juntas y que Joseph Ratzinger desarrolla ampliamente partiendo de la exegesis
del evangelio de san Juan del doctor de Hipona[55].
El Espíritu amor tiene como propio lo que es común a toda la trinidad: Deus caritas est. Y podemos decir más
todavía, Dios es amor porque el Espíritu Santo es el amor que une al Padre y al
Hijo. Y el Espíritu es a la vez don, el don del Padre y el Hijo a los hombres,
porque es el don que el Padre y el Hijo se hacen en su mutuo amor.
El Espíritu ha sido dado a los hombres a causa de la muerte
y resurrección de Jesús. El Espíritu es el fruto de la victoria de Cristo, es
decir, el fruto de su amor manifestado en la cruz, que nos da a conocer el amor
del Padre. A partir de estos datos quiere Ratzinger vislumbrar en algún modo la
vida intratrinitaria, siempre misteriosa:
Padre e Hijo son el movimiento del puro regalarse, del puro don de uno
a otro. En este movimiento son fecundos, y su fecundidad es su unidad, su total
ser uno, sin que ni uno ni otro desaparezcan ni sean disueltos el uno en el
otro. Para nosotros los hombres regalarse, entregarse a sí mismo, significa
siempre cruz. El misterio trinitario se traduce en el mundo en un misterio de
cruz. Ahí está la fecundidad de la que viene el Espíritu Santo[56].
El don del Espíritu a los hombres consecuencia del amor y la entrega de
Jesús en obediencia a la voluntad del Padre corresponde a la “procesión” eterna
del Espíritu Santo, amor mutuo del Padre y del Hijo. El Espíritu no habla de lo
suyo, sino lo que ha oído, recibe de lo de Jesús (cf. Jn 16,13-15), del mismo
modo que la enseñanza de Jesús no es suya, sino del que lo ha enviado (cf. Jn
7,16). El Espíritu no habla en su nombre, recordará lo que Jesús ha dicho, como
tampoco Jesús habla por su cuenta. El Espíritu no aparece como «uno mismo
separado y separable, sino que desaparece en el Hijo y en el Padre»[57]. Por ello la
pneumatología no puede desarrollarse independientemente del misterio salvador
de Cristo que siempre se ha de recordar: «La esencia del Espíritu Santo como
unidad del Padre y el Hijo es el desprendimiento del recuerdo, que es la verdadera
renovación»[58]. “Recuerdo” es una palabra
joánica; Pablo habla del único don importante, el amor (cf. 1 Cor 13). El amor
es unidad, es lo contrario de la secta, de la separación. Juan habla también
del “permanecer” (bleiben). Unidad en
el cuerpo de Cristo, permanecer en Cristo, he aquí la obra del Espíritu Santo[59].
Y vale la pena recordar que Ratzinger cierra su libro sobre el Dios de
Jesucristo hablando del gozo. El Espíritu Santo es espíritu de la alegría,
porque esta es un signo de la gracia. El que no ha perdido la alegría del
corazón después de haber sufrido no está lejos del Dios del evangelio, del
Espíritu del gozo eterno[60].
Podemos solamente mencionar algunas ideas sobre este tema
que podría ser objeto de muchas exposiciones. Volvamos a las repercusiones
antropológicas a las que ya hace un momento hacíamos referencia a partir del
comentario de Ratzinger sobre san Agustín. Al nosotros en Dios corresponde un
nosotros de los hombres ante Dios, que también, a causa de la relación íntima
antropología-teología, ha quedado olvidado y relegado una vez que el nosotros
divino dejó de estar presente en la conciencia de los creyentes. El nosotros de
Dios abre el espacio del nosotros humano: la relación del cristiano con Dios no
es solo Yo y Tú. Hay un nosotros por ambas partes. «Cristo, el uno, es ahí el nosotros,
en el que el amor, en concreto el Espíritu nos reúne, el que de esta manera
significa a la vez el vínculo de unos con otros y el que nos hace el común tú
del único Padre»[61]. Frente al nosotros trinitario está el nosotros de la Iglesia , «de unitate
Patris et Filii et Spiritus Sancti plebs adunata»[62].
En otros lugares nos habla Ratzinger de la relación entre la
idea de Dios y la idea del hombre. La doctrina trinitaria no solo nos habla de
Dios, sino también del hombre, aunque, naturalmente con significativas
diferencias que no son solo de matiz. Hemos hablado de la unidad del Padre y
del Hijo según Jn 10,30. También la “oración sacerdotal” encierra una idea
semejante, que extiende a los hombres: «para que sean uno, como nosotros» (Jn
17,11; cf. 17,21.22). La unidad entre los creyentes y de estos con el Padre y
el Hijo tiene como fundamento y como
modelo la unidad del Padre y del Hijo. Pero hay una diferencia fundamental: la
unidad del Padre y de Jesús es un hecho, cuando Jesús habla de la unión de los
creyentes expresa un deseo, se trata de una petición. Tenemos que ser todos una
sola cosa. Cristo es un ser abierto, es completamente “de (Dios)” y “para (los hombres)”, «que en ningún momento
se cierra en sí mismo ni se apoya sobre sí mismo; entonces se hace claro que
este ser es pura relación (no sustancialidad) y como pura relación pura unidad »[63].
Lo que se dice de Cristo se puede aplicar a los cristianos. Ser
cristiano significa ser como el Hijo, y consiguientemente ser “hijo”, no estar
cerrado en sí mismo, ni consistir en sí mismo, sino vivir con apertura al “de”
y al “para”; la referencia es siempre Cristo:
De esta manera pertenece también a la esencia de la existencia de los
discípulos que el hombre no establece la reserva de lo meramente propio, no se
preocupa de construir la sustancia del yo cerrado, sino que entra en la pura
relatividad hacia los otros y hacia Dios y precisamente así llega
verdaderamente a sí mismo a la plenitud de lo que le es propio, porque entra en
la unidad con aquel respecto del cual es relativo[64].
De ahí se pueden sacar también conclusiones para el carácter ecuménico del
texto de la oración sacerdotal. Siendo la existencia cristiana una unidad en
Cristo, esta unidad podrá ser solamente
posible cuando no tengamos interés por lo propio y en su lugar entre para todos
el ser únicamente “de” y “para”. Despojarse de sí mismo como Cristo (cf. Flp
2,6-7) es el camino para la unidad de los que no consideran nada como propio. «Todo
lo que no es uno, todo estar separado se apoya en una carencia de verdadero ser
cristiano, en un agarrarse a lo propio, con lo cual se suprime la síntesis de
la unidad»[65]. La
doctrina trinitaria nos dice que Dios es pura relación y absoluta unidad. Esta
unidad, insiste J. Ratzinger y hemos tenido ya ocasión de verlo, no es para los
cristianos menor que en otras religiones. Más todavía, en el cristianismo el
monoteísmo adquiere su verdadera grandeza y su definitiva novedad[66].
La doctrina cristiana de la
Trinidad tiene también repercusiones para los hombres. La
relación, pura unidad en Dios, se trasluce también en nosotros. Dice J.
Ratzinger: «La esencia de la existencia
cristiana es esto, recibir y vivir el ser como referibilidad y de esta manera
entrar en aquella unidad que es el fundamento que sostiene lo real. De esta
manera debería ser evidente que la doctrina trinitaria, rectamente entendida,
puede convertirse en el punto central de la teología y en general del
pensamiento cristiano, a partir del cual saldrán las demás líneas »[67].
La imagen cristiana de Dios y de la existencia
cristiana, que van necesariamente juntas, se encuentran sintetizadas en la
frase que el evangelio de Juan pone en boca de Jesús: «Mi doctrina no es mía,
sino del Padre que me envía» (Jn 7,16)[68].
Jesús es “palabra” y por ello su doctrina es él mismo. Pero esta doctrina es
del Padre él es, en efecto, la palabra del Padre, por ello nos dice: «yo no soy
mío, sino que mi yo es de otro»[69].
Jesús es el “enviado”, no tiene un ser propio, es uno con el que le envía. Su ser
enviado se resume en la frase: «ser desde alguien y hacia alguien»[70].
Nuestro propio yo, lo que aparentemente más nos pertenece, es lo que menos es
mío, porque lo hemos recibido y no viene de nosotros ni lo tenemos para
nosotros. Por ello somos nosotros mismos cuando salimos de nosotros, y volvemos
a enfrentarnos como referencia a la originalidad verdadera. La persona no es
una sustancia que se cierra en sí misma, sino la total relatividad, que
solamente se da en plenitud en Dios, pero que como indicador de dirección se
refiere a todo ser personal[71].
A partir de la revelación de la
Trinidad en Cristo vemos como nuestra comprensión de Dios y
del hombre van siempre juntas. No en vano nos dice el concilio Vaticano II que
Cristo, «en la revelación del misterio del Padre y de su amor, manifiesta
plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la sublimidad de su
vocación»[72]. Cristo
nos da a conocer quienes somos y lo que estamos llamados a ser precisamente
revelándonos el misterio del Padre y de su amor, en otras palabras, el misterio
trinitario. Por ello J. Ratzinger cierra el capítulo sobre la Trinidad en su Einführung in das Christentum con estas
palabras:
Con estos pensamientos la doctrina trinitaria no se convierte en una
comprensión sin misterio, pero se hace visible cómo a través de ella se abre
una nueva comprensión de lo real, de lo que es el hombre y de lo que es Dios.
En el punto de la aparentemente más alta teoría aparece lo sumamente práctico;
al hablar sobre Dios se hace visible lo que es el hombre. Lo más paradójico es
a la vez lo más luminoso y lo que más nos ayuda[73].
Conclusión
Deus caritas est es, como es bien sabido, el título de la primera encíclica de
Benedicto XVI. Aunque no se desarrolla mucho en ella la doctrina trinitaria,
sin duda esta constituye la base sobre la que se construye todo el edificio del
importante documento magisterial. La doctrina trinitaria es el desarrollo
consecuente, a partir del Nuevo Testamento entero, de la “definición” joánica
de Dios: “Dios es amor” (Jn 4,8.16). El personalismo moderno ha ayudado a
releer y a profundizar muchos datos de la tradición cristiana en los que, en
último término, esta corriente de pensamiento ha encontrado su fundamento.
Joseph Ratzinger ha sido uno de los teólogos que con más acierto ha hecho ver
la originalidad y la profundidad de la noción cristiana de Dios a la vez que su
fecundidad para el pensamiento sobre el hombre y sobre el mundo. La doctrina
trinitaria es el centro y el fundamento de todo el pensamiento cristiano. Dios
es amor es la condensación de la fe cristiana en el Dios uno y trino que
profesamos en el Credo. Dios es amor es la primera y la última palabra que nos
dice Joseph Ratzinger en sus no numerosos pero sí profundos escritos que tratan
directamente de la teología trinitaria. Constituyen una guía segura para seguir
creciendo en el conocimiento del Dios uno y trino que nos tiene que llevar a
una más honda fe en Él.
[1] Einführung in das Christentum. Vorlesungen
über das Apostolische Glaubensbekenntnis. Mit einem neuen
einleitenden Essay, München 92007. He traducido yo mismo al castellano los textos
de Ratzinger, incluso los de aquellas obras ya traducidas.
[2]Ib. 150.
[3] Cf. ib. 146-149.
[4] Ib. 147.
[5] Ib.
149.
[7] Ib. 24.
[8] Ib. 152.
[9] Ib. 153. Parecen resonar aquí los ecos
del famoso Grundaxiom de Karl Rahner;
cf. id. Der dreifaltige Gott
als transzendenter Urgrund der Heilsgeschichte, in MySal
II, 317-401, 327-329.
[10] Bastará algún ejemplo: Dionisio de Roma, carta a Dionisio de Alejandría (DH 115):
«destruyen la más venerada predicación de la Iglesia de Dios, la monarquía, repartiéndola en
tres potencias o hipóstasis separadas o en tres divinidades…»; «es
absolutamente necesario que la
Trinidad se recapitule y se reúna como en un vértice, en un
solo, el Dios del universo, el omnipotente …de este modo es posible mantener íntegra tanto la divina Trinidad
como la santa predicación de la monarquía»; cf. también Tertuliano, Adv. Prax. 3,2-3 (Scarpat, 148).
[11] Ratzinger señala todavía otro aspecto de esta concepción. Se refiere al uso
político que de ella se ha hecho tanto en su forma cristiana antigua como en
las formas modernas. La fe cristiana al luchar contra este “monarquianismo”
luchó contra el uso político de la teología. Algo parecido se podría decir de
la lucha contra el subordinacionismo radical. Estas concepciones, aparentemente
opuestas entre sí, tienen en común la negación de la Trinidad divina. Cf. Einführung,
158-159.
[12] Cf. Einführung,
163.
[13] Ib. 165.
[18] Así muchos Padres de la
Iglesia. El primero parece haber sido el Pseudobernabé, Ep. 5,1; 6,12 (Fuentes Patrísticas 3,
168; 175).
[20] Cf. Zum
Personverständnis in der Theologie, in Dogma
und Verkündigung, 201-219, 203-204; Einführung,169.
[21] Cf. Adv. Prax. 4,2-4
(Scarpat,150).
[24] Ib.: «No se puede ir tan lejos
que se llegue a deducir mentalmente que
estas palabras sean las únicas posibles. Con ello se desconocería el carácter
negativo del lenguaje de la doctrina
acerca de Dios y el mero carácter de intento de su discurso».
[26] Agustín de Trin. V 5,6 (CCL 50,211). Ratzinger se refiere a
este texto sin citarlo en Zum Personverständnis,
207-208; lo cita en parte en Einführung,
171.351.
[28] Son bien conocidas por ejemplo las dificultades de K. Rahner, muy
probablemente influenciado por Karl Barth. Cf. Der dreifaltige Gott, 366.
[31] Cf. de
Trin. VI 10,11 (241).
[33] Cf. STh
I 29,4.
[37] Cf. Zum
Personverständnis, 208.
[40] Cf. Zum
Personverständnis 311-312. La definición de Boecio se encuentra en el
Liber de persona et duabus naturis 3
(PL 64, 1343); la de Ricardo en Trin. IV 23 (SCh 63,282); la definición
de la persona divina del mismo Ricardo, a la que J. Ratzinger no hace
referencia en este contexto, se encuentra en Trin. IV 22 (ib.280.282): «Divinae naturae incomunicabilis
existentia».
[44] Ib. 219.
[45] Ib. 219. En la nota 12 de esta misma página
Ratzinger relativiza el juicio un tanto duro sobre Agustín, en cuanto señala
que la “doctrina psicológica” de la
Trinidad es solo un intento de comprensión que se equilibra
con los datos de la tradición. Y añade Ratzinger: «Trascendental fue el cambio
que Tomás llevó a cabo con su separación entre la doctrina filosófica de un
solo Dios y la doctrina teológica de la Trinidad: esta separación llevó a Tomás
a considerar legítima la fórmula Dios es una persona que en la antigua Iglesia
fue tenida por herética (S. theol. III q 3 a
3 ad 1)». Cf. sobre el texto
el juicio diverso de G. Emery, Essentialisme
ou personalisme dans le traité de Dieu chez saint Thomas d’Aquin: Revue Thomiste 98 (1998) 5-38,
33 ; se trataría de la accesibilidad a la idea de Dios como persona también
fuera de la fe cristiana; en este caso es evidente que no se podría hablar de
tres personas. No es fácil un
juicio definitivo.
[46] Cf. J. Ratzinger, Der Gott Jesu
Christi. Betrachtungen über den dreieinigen Gott, München 1976, 24-30; Verkündigung von Gott heute, en Dogma und Verkündigung, 101-118,
102-104.
[47] Cf. J. Ratzinger, Jesus von Nazaret.
1. Von der Taufe im Jordan bis zur Verklärung, Freiburg-Basel-Wien 2007,
386-396: id, Schauen auf den Durchbohrten,
Einsiedeln 1984, 13-17.
[48] Cf. J. Ratzinger, Der Gott Jesu Christi, 85-88, donde da una breve noticia de algunos
de estos movimientos.
[51] Agustín, Trin. VI 5,7 (CCL
50, 235); Trin. XV 6,10 (473), el Espíritu Santo es la caritas procedens del Padre y del Hijo.
Para Santo Tomás, STh I 36,4, el
Espíritu Santo procede como amor unitivus
del Padre y del Hijo.
[52] Cf. Der
Gott Jesu Christi, 30.
[53] Ib. 89. En las primeras líneas del texto citado Ratzinger hace referencia a
la idea frecuente en la tradición de que “Espíritu Santo” es un nombre que
convendría también tanto al Padre como al Hijo, porque ambos son “Espíritu” y
son “Santos”. Cf. por ejemplo Agustín, Trin.
V 11,12 (CCL 50,219). La
idea se repite en J. Ratzinger, Der
Heilige Geist als communio. Zum Verhältnis von Pneumatologie und Spiritualität
bei Augustinus, en C.
Heitmann-H. Mühlen,
Erfahrung und Theologie des Heiligen
Geistes, München 1974, 223-337, 225. Más ejemplos en L. F. Ladaria, El Dios vivo y verdadero. El misterio de la Trinidad , Salamanca 42010, 470.
[55] Cf. ib. 227-231.
[57] Ib., 91.
[58] Ib., 92.
[59] Ib, 92-93.
[60] Cf. ib. 93.
[62] Conc. Vaticano II, LG 4; Cipriano de
Cartago, de orat. dom. 23 (PL 4,553):
[66] Tertuliano, Adv. Prax. 31,2 (Scarpat
236): «Sic Deus voluit novare
sacramentum, ut nove unus crederetur per Filium et Spiritum».
[71] Cf. Zum Personverständnis, 209. Ib. 210: «En Dios hay tres personas,
es decir, según la interpretación de la teología: las personas son relaciones,
puro ser relacionado. Esto es ciertamente en primer lugar una afirmación sobre
la Trinidad, pero es a la vez la afirmación fundamental sobre aquello de que se
trata en el concepto de persona». Relacionada con esta idea encontramos la del hombre ser de la trascendencia,
de la relación con los demás y con Dios, “Wesen der Relativität” ib, 216.
[72] Conc. Vaticano, II, GS 22. Cf. el comentario de J.
Ratzinger a este texto en LThK, Das
Zweite Vatikanische Konzil III, Freiburg-Basel-Wien 1968, 350-353, 350: «Se
puede decir ciertamente que aquí por vez primera en un documento magisterial
aparece un nuevo tipo de una teología completamente cristocéntrica, que desde
Cristo se atreve a considerar la teología como antropología y precisamente con
ello se hace radicalmente teología ».
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