martes, 10 de junio de 2008

Ingmar Bergman


Es recurrente el hecho de que en la mayor parte de la filmografía del realizador sueco, sus personajes son atravesados por los mismos caminos en que se internan. Se trata de trayectorias que los reconducen hacia sí mismos, hacia su propia alma, hacia su propia conciencia. Son recorridos íntimos, enigmáticos, que muchas veces se apoderan del espectador transportándolo a una experiencia estrictamente personal e inquietante, en la medida en que los personajes bergmanianos realizan aquella trayectoria sobrecargada por un denso dramatismo, aquél que implica desnudar el alma humana en forma genérica.

Aquella trayectoria termina en algunos casos en la locura o en la muerte, en otros en un estado de gracia, un momento metafísico que permite a sus personajes comprender más de su realidad, una revelación que los iluminará y modificará el curso de sus vidas. En algunos casos les servirá para exorcizar, conjurar y dominar los fantasmas que perturban el alma del personaje.

Los personajes de Bergman arrastran un pesado lastre en sus mentes, en sus corazones. En general son adultos, salvo el caso del niño de El Silencio, (aunque en realidad no es el niño quien tiene el alumbramiento sino Ester, el personaje que interpreta Ingrid Thulin). La inquietud que sienten los personajes es más o menos latente, pero progresivamente irá revelándose ante el espectador produciendo un efecto devastador.

La transmisión de esos estados de conflicto interno de sus personajes originan historias angustiosas y lacerantes, como pocos directores de cine han podido comunicar a su público, y éste es el mayor logro del director sueco.

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