domingo, 1 de marzo de 2009


En magia, los caracteres son como planos o esquemas del sentido y las direcciones en

que debe circular y fluir el éter o el prana en sus diversos grados de sutilidad, la energía

inteligente, con el fin de conseguir un determinado resultado. Cada sello o pantáculo es una

especie de circuito conductor y encauzador de los efluvios astrales, así como un chip es el

cauce que, para un fin inteligente y predeterminado, ”guía el pulso” al flujo de electrones en

movimiento.

Dice Rogerio Bacon que la inteligencia se manifiesta, en este mundo físico y

tridimensional, sólo a través de configuraciones de líneas y de círculos; de caracteres que

sólo pueden trazarse, en esta cárcel de materia, en la materia misma. Estos caracteres, como

las letras y los guarismos -pero también como los sellos y rúbricas de espíritus angélicos y

demoníacos- son la única manera de encadenar, en este basto plano, las realidades de los

mundos celestes y supracelestes.

Un número, una palabra, es un grabado que puede hacerse en papel o, digamos, con

un cortaplumas en un árbol; analizado con lupa, es un trazo hecho con tinta o una cicatriz

hiriendo la madera, pero en realidad es la encarnación -para el emisor y el receptor que sabe

decodificar el código- o la “bajada” de esa realidad que tiene plena vida en la mente divina,

de ese ente platónico que es el número o la idea evocada.

Por otra parte, hay signos más oscuros, operativos y potentes.


Las técnicas de John Dee y su comercio con las entidades que se hicieron pasar por

ángeles, en el fatídico año de 1547, lo pusieron en posesión de tablas de combinaciones

innumerables, de letras del alfabeto enochiano, a partir de las cuales podía, en un primer

estadio de su inmersión en recintos desolados de la conciencia y de la oscuridad insondable,

peregrinar por ciertos pasadizos y remansos ajenos al entramado temporo-espacial en los

que cesa la misericordia del dios bondadoso, para verse con entidades innominadas y

desconocidas, extrañas al plan del Supremo, superfetaciones espirituales inconmovibles,

hijos de sí mismos, remanentes de la ecuación que había dado lugar a la estructura del

cosmos. Pero avanzando aun más por esa senda terrible, se podía no ya invocar entes

previamente existentes sino, de cierta manera, “crear” nuevos, en la medida en que el

apeiron pneumático, esa “neblina” sutilísima de inteligencia indeterminada, de cuyo

pinzamiento y solidificación (en un sentido espiritual) se producen los individuos o almas,

puede ser manipulado como una arcilla, con la diferencia de que estas nuevas entidades,

creadas y forjadas por el mago, ya no tienen freno ni medida, surgidas como han sido de la

tarea creadora de un ser imperfecto, sombra de sombras, que es el mago.

Como los eones gnósticos, estos engendros espirituales son personificaciones de lo

que en realidad resultan ser niveles de ser, planos de realidad que, como úteros inteligentes,

contienen todos los seres que se mueven en ese eón o plano, pero no son sólo espacio y

tiempo, sino que tienen inteligencia, y son como vientres inteligentes preñados de sus

prisioneros: Abraxas es el número 365 para el impío Basílides y el que nos contiene a

nosotros, negándonos el retorno a la luz. Así el mago, al plasmar estos nuevos eones

mediante el juego de las combinaciones del alfabeto, circula por ellos, como por detrás de los

muros de la creación buena; y a su vez, estos eones circulan por el mago, como que él es “el

lugar” que les permite existir (en el sentido de la afirmación de Giordano Bruno de que toda

conciencia inteligente es “lugar” de circulación de otras, y a su vez ella circula por toda otra

a la que tiene acceso). No de otro modo dice Platón en el Timeo que el alma ostenta forma

de una X unida en los extremos, el ocho o lemniscata que representa al infinito. El alma

como un pellizco que individualiza la indeterminación de la inteligencia sin perímetro.

Se puede pinzar el apeiron ilimitado de pneuma cada vez que el coito lo envasa en un

nuevo cuerpo, dándole características de personalidad particular, y generando un nuevo

individuo. Cada persona es una de estas X, encrucijada o pasaje por el que caminan los

viajeros cósmicos que son todos los individuos. Interactuar con otro ser es pasar por su x y a

su vez permitirle que pase por la nuestra: encuentro puro.

Con todo, el mago no se conforma con la interacción de otros seres de su mismo

plano. Es, en su hambre salvaje de curiosidad, la intrepidez misma. En sus ansias por

conocer, por viajar por los cielos y más allá de las esferas, busca interactuar con inteligencias

mucho más elevadas -dioses, y ángeles- y con otras condenadas y caídas -los demonios-

pero siempre terribles. Se sirve entonces de los caracteres para invocarlas y frecuentarlas.

Sucede una simbiosis en la que el mago circula y es circulado, peregrina por ellos y a través

de su alma es peregrinado, es esos seres, y es sido por esos seres.


Pero este sello era diferente. No era el sello de una entidad predeterminada y

concreta -al menos, que nosotros supiéramos-. No lo había trazado un mago en busca de

diálogo con un ser concreto al que el sello perteneciera. Era un carácter que sencillamente

estaba ahí. Un sello para invocar un nivel de conciencia totalmente extraño, no una

elevación a zonas más claras o siquiera más tenebrosas de existencia, sino una dislocación

“hacia el costado” del ser, algo innombrable y nefando. En la indeterminación más pura,

nivel en que seguramente no existe nada prefijado, todo es posibilidad total, librada a la

libertad moral más desolada, a la magnitud indefinible de la invención que se abandona a

ella misma, y en su afán desbocado y salvaje de creación, puede urdir maravillas de horror

que trasciendan todo lo pensable, todo lo previsible. La nada engendrándose a ella misma.

Nosotros, creo comprender ahora, fuimos usados de algún modo como el vehículo

para que entrara en el juego de intercambio energético de nuestro plano lo que sea que trazó

el sello, al que debíamos ver y que efectivamente vimos.

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