sábado, 26 de diciembre de 2009

Episteme y gnosis de Giordano Bruno



Pedro M. Pruna Goodgall

Aunque no recuerdo cuándo oí hablar por vez primera de Giordano Bruno, sé que desde muy joven lo tenía por un mártir de la ciencia, precursor de aquel osado Galileo del Eppur si muove. Más tarde, quedó grabada en mi memoria la imagen fílmica de Gian María Volonté con una mordaza de hierro, siendo conducido a la hoguera. La mordaza hacía sangrar los labios y las encías. Su propósito era impedir que el condenado profiriese blasfemias que vulnerasen la credulidad del público; pero era también una tortura más, antes del auto de fe extremo, donde se quemaban no ya las obras heréticas, sino a su propio autor. Volonté encarnó a un Bruno amordazado, pero desafiante, a un heroico furioso de tan extraordinaria y convincente fortaleza moral, que ha permanecido inalterado en mis recuerdos.

Arthur Koestler, en Los Sonámbulos, propone otra imagen, muy diferente: Bruno, testarudo hereje, se lanzó a sí mismo a la hoguera papal. Pero, como si fuera poco convertirlo en irracional suicida, Koestler sugiere olvidarlo del todo, pues no era más que "un poeta y un metafísico no un autor científico". Su memoria, por lo tanto, debe ser borrada de la historia de la ciencia, o limitarse a una declaración excluyente, a la manera de la que acabo de citar. Llama la atención que el autor de El Cero y el Infinito adopte en Los Sonámbulos una actitud casi justificatoria de la persecución religiosa.

BRUNO, GALILEO Y COPÉRNICO

El "caso Bruno" es muy diferente del de Galileo, nos aclara Koestler, aunque -de paso- revela involuntariamente cierto paralelismo entre ellos. Galileo era tan persistente como Bruno y, como él, quería obligar a la Iglesia a adoptar sin más un nuevo ideario. La "resistencia a hacer concesiones", el apego a sus doctrinas, condujo a ambos a la inevitable condena. Galileo, el más prestigioso científico de su época, era, sin embargo, más peligroso para la Iglesia que el propio Bruno. Koestler lo considera "aterradoramente moderno" y achaca a su tozudez cientificista nada menos que el divorcio entre la ciencia y la religión, rasgo característico de la época moderna.

Pero, aparte de la versión koestleriana, viciada por el deseo explícito de desplazar a Galileo del lugar que ocupa en la historia de la ciencia y colocar en su lugar a Képler, hay una relación entre Bruno y Galileo que se percibe de manera casi intuitiva: el recuerdo de las llamas en Campo dei Fiori aquel 17 de febrero de 1600 quizás indujo a Galileo a acatar en 1616 la autoridad eclesiástica, tanto más cuando compareció ante el mismo juez que había llevado a Bruno a la hoguera. El ubicuo inquisidor era Roberto Bellarmino, elevado al santoral en 1930 y a Doctor de la Iglesia al año siguiente, como parte de la "revolución conservadora" que afectó a Italia por aquellos años. La canonización -300 años después de su muerte- no ha disipado el aura de sospecha y temor que todavía acompaña la memoria de los grandes inquisidores; pero hay que ser justo y reconocer que Bellarmino no puede compararse con Tomás de Torquemada, el inquisidor por excelencia. De todas formas, su memoria se enfrenta con el recuerdo perenne de Bruno y Galileo.

Hay otra coincidencia, contextual y bien conocida: tanto Bruno como Galileo fueron juzgados y condenados por la inquisición romana. Ambos estuvieron de alguna manera envueltos en la confrontación entre Venecia y Roma en la época de la Contrarreforma. Para una facción del catolicismo, en alguna medida asociada a Francia y en parte a Venecia, la Contrarreforma debía ser "renovadora"; para otra, auspiciada por España, debía limitarse a ser una "reacción" conservadora.

Pero aparte de estas "coincidencias" de temperamento y circunstancia, ¿hay algo común a las obras de Bruno y Galileo? Pietro Redondi, cuya tesis en torno a la posible herejía eucarística de Galileo no ha tenido mucho éxito, ha examinado con acierto algunas de estas analogías, aunque sin olvidar que las posiciones filosóficas de Bruno y de Galileo son, en realidad, muy diferentes. Las semejanzas se deben al influjo de doctrinas pre-científicas muy antiguas, como el atomismo: "era difícil -afirma Redondi- leer El Ensayador y no pensar en las elucubraciones geométricas brunianas sobre la física de lo discontinuo." También apunta que El Ensayador traía a la mente, quizás sin proponérselo, algunas ideas de esa galería de pensadores -nada recomendable desde el punto de vista católico ortodoxo- que incluye a Demócrito, Epicuro, Lucrecio, Ockham, Telesio, Bruno, Campanella y Copérnico.

Copérnico, por cierto, aparte de su heliocentrismo, tuvo también devaneos atomísticos. El corpuscularismo estaba en el ambiente, pero también el deseo de refutar el dogma de la Tierra privilegiada y a la vez corrupta y mutable, pero inmóvil, inerte, gravosa, inmensamente pesada. Los críticos del heliocentrismo citaban constantemente aquel pasaje del libro de Josué donde, para detener el tiempo, Dios detuvo el movimiento diurno del Sol; pero un sacerdote hispano, Diego de Zúñiga, había encontrado en 1576, en la propia Biblia, en el libro de Job, una vaga referencia al movimiento de la Tierra, donde se dice que Dios "remueve la tierra de su lugar/Y hace temblar sus columnas" (Job 9: 6). Aunque esta cita es ambigua (pudiera referirse a un terremoto), se halla en un capítulo de Job dedicado a exaltar la omnipotencia divina: Dios podía hacer lo que quisiese, incluso mover la Tierra. Cualquier nuevo descubrimiento científico nunca iría contra el dogma de la omnipotencia divina. Esta línea de argumentación sería retomada por otros pensadores más tarde, en los siglos XVII y XVIII. Pero la sugerencia de Diego de Zúñiga -a pesar de su meditada fundamentación teológica- tampoco fue aceptada, porque la visión del mundo defendida por la Iglesia seguía asentada en el modelo geocentrista, que predominaba en la ciencia antigua, y que parecía corroborado por la experiencia cotidiana de ver al Sol "salir" y "ponerse".

Hay -ya se ha dicho- coincidencias parciales, de forma y de contenido, entre el "caso Bruno" y el "caso Galileo". En definitiva, entre la ejecución ritual en aquél y la amonestación formal en éste sólo mediaron 16 años. Pero, también hay diferencias entre ambos casos que no pueden ser obviadas, y que aparecen incluso en el filme antes mencionado, donde abundan las menciones del Ars Magna, un término que no se dilucida, y donde Bruno pregona su convicción en la existencia de un número infinito de mundos, posiblemente habitados. Si mal no recuerdo, creo que es precisamente en ese contexto donde se menciona a Copérnico y su teoría heliocentrista.

ARS Y ENS

En definitiva, a diferencia de Copérnico y de Galileo, Bruno aparece no sólo en el filme, sino ante el historiador de la ciencia, como un personaje enigmático, que habla en parábolas y alegorías, más que con hechos e hipótesis. Aun cuando muchos todavía creen que fue quemado en la hoguera porque defendía a ultranza el heliocentrismo copernicano, lo cierto es que Bruno aceptó el modelo de Copérnico por razones que no eran precisamente astronómicas: quería establecer una nueva religión, una religión panteísta, una religión donde Dios y el Mundo se confunden en una existencia infinita y eterna, la de un universo sin término, pero racionalmente estructurado y concebido. Este modelo bruniano fue recreado años más tarde por Spinoza. Leibniz se inspiró en su combinatoria -el Ars Magna luliano, reinterpretado a la luz de la Cábala y el simbolismo gnóstico. Schelling bebió del trascendentalismo místico que de él transpiraba; y -!O paradoja!- pudieran hallarse ecos lejanos de la doctrina bruniana hasta en algunas ideas de Theillard de Chardin.

A fin de cuentas, cuando nos fijamos con cuidado en la historia del pensamiento en los siglos XVIII al XX, resulta que Giordano Bruno ha influido sobre casi todos los pensadores, desde los enciclopedistas hasta los místicos del romanticismo, desde la monadología leibniziana hasta los fridmones de la cosmología y atomística modernas. Pocos reconocen tales influencias y, en verdad, rara vez se trata de un influjo directo, pues -hay que admitirlo- Bruno es un autor que hasta los historiadores de la filosofía leen poco. Sus obras entrelazan tantos temas y tantos géneros, codificados dentro de una simbología y un arte mnemotécnico hoy prácticamente desconocidos, que resultan de difícil lectura para una mente moderna, lógicamente ordenada, habituada a la argumentación lineal de las novelas detectivescas, a los happy endings y a un conjunto cada vez más mundializado de signos unívocos. De todas formas, Bruno siempre dirigió su discurso a las élites, en la suposición de que -si ellas adoptaban sus ideas- su doctrina alcanzaría una creciente universalidad. La nueva visión que proponía -y hasta la manera cómo la difundía, en persistente peregrinaje de corte erásmico- era una alternativa a la división dentro del cristianismo impuesta por la Reforma; pero una alternativa inaceptable, tanto para la ortodoxia católica, como para la protestante.

Bruno era, ya en su época, el representante tardío de una tradición, a la vez que el vocero anticipado de nuevas ideas. Era difícil comprenderlo. Una tendencia actual es a deshacer la controvertida imagen de Bruno como "mago", propagada por Frances Yates, la más conocida estudiosa bruniana de las últimas décadas, aun cuando desvirtuar tal imagen resulta harto difícil, entre otras razones porque el propio rey de Francia quizo conocer a Bruno para averiguar si se trataba o no de un mago. Quedó convencido de que no lo era.

Claro está que por mago se entendía, desde la Edad Media, al versado en la magia, una manera de interactuar con la naturaleza y los seres espírituales que iba en contra no sólo de la ciencia antigua sino de los cánones cristianos. La magia era un peligro real, a los ojos del clero y de la Iglesia. Sobre todo si, en lugar de los conjuros para llamar a los ángeles (conjuros aprobados a veces por la autoridad eclesiástica), se procedía, por descuido o por maldad, a reclamar la presencia de los demonios. Había, no obstante, un "mago" casi omnipresente en las cortes europeas de la época: el alquimista. Hasta el catolicísimo Felipe II de España tuvo el suyo. Los inquisidores volteaban la cabeza ante tan herética presencia para evitar enfrentarse a los poderosos reyes y emperadores que buscaban obtener oro por medio de la magia hermética.

Pero, en su versión moderna, el mago es -sobre todo- un prestidigitador, y Bruno es -ciertamente- un prestidigitador de signos, tras los cuales se esconde, para revelarse sólo al iniciado, la lúcida realidad del mundo. Bruno parte de la mnemotecnia de sus correligionarios iniciales, los dominicos, para elevar el asociacionismo luliano a la misma categoría que tenían, en su época, la astrología y la alquimia, practicadas por ilustres científicos, desde Képler hasta Newton, para no hablar ya de Fludd o incluso de Gilbert. Pero llegó tarde: la mnemotecnia no podía competir con el texto impreso. Era más fácil recuperar un determinado conocimiento buscándolo en libros cada vez más accesibles, que examinar los cielos en busca de un astro o de una conjunción astral, a manera de recordatorio. De hecho, Bruno llegó a ser el mayor mago de la memoria, cuando la magia de memorizar ya perdía su atractivo, su lustre.

Así, la fama que lo precedía como máximo ejecutor del Ars Magna de Ramón Llull, fama que debía abrirle las puertas de los palacios y las mentes de sus interlocutores, lo convertía de filósofo en mago, limitaba su atractivo a circunstanciales disputas, donde podía hacer gala de una extraordinaria retención memorística, auxiliada por un código, también memorizado, de asociaciones a veces luminosas, a veces difícilmente comprensibles. Pero no cabe duda de que el Ars Magna bruniano inspira la Mathesis Universal de Leibniz, y sirve de antecedente lejano a la semiótica de Ferdinand de Saussure.

Cierto es que el arte combinatorio y asociativo de Giordano Bruno no era un fin en si mismo. Era el vehículo para atraer la atención de sus oyentes hacia el misterio de la realidad subyacente, que -según él la comprendía- era única, eterna e infinita. El Ser de la ontología bruniana es Dios confundido o inmerso en el Mundo, e inseparable de él. Bruno acude al panteísmo para escapar de la dualidad aristotélica que postula la existencia de un Dios que se halla fuera del Mundo; transforma el hilozoísmo, de raíces presocráticas y hasta animistas, para explicar el movimiento, el cambio: como Dios está en el Mundo, el Mundo todo, desde lo más pequeño a lo más grande, está animado, dotado de vida y de inmortalidad. El Mundo de Bruno es el Universo todo, todo lo que existe, todo lo que es. Es el Todo. Y ese Dios-Mundo, a diferencia de la deidad aristotélica, es realmente omnipotente. Tal omnipotencia se interpreta por Bruno como la posibilidad de todo lo posible. De ahí que la existencia de un número infinito de mundos diversos no pudiese negarse, al menos como posibilidad, sin negar al propio tiempo la omnipotencia divina. De ahí, también, que las discusiones teológicas con Bruno se demoraran siete años, antes de que se resolvieran por el principio de la autoridad, la mordaza y el suplicio. Lamentablemente, los documentos de este prolongado juicio han desaparecido, de otra manera pudieran haber sido un excelente ejemplo de las conclusiones a que puede llevar la dialéctica de lo posible, dentro de una ontología panteísta.

Paolo Rossi nos recuerda otra faceta importante de la filosofía bruniana: "Bodin, Bruno y Vico (tres nombres que aparecen regularmente en toda historia de la idea del progreso) -dice Rossi- se adhieren de diferente manera a una filosofía de la historia basada en el persistente regreso de ciclos de civilización, conciben el crecimiento del saber como algo provisorio que la historia futura puede borrar y desmentir."

Y, en efecto, el Nolense era partidario de la historia cíclica o, como él la llama, la "revolución". Dice a propósito en los "Argumentos" dedicados a Sir Philip Sidney que preceden a su obra sobre los heroicos furores : "la revolución es vicisitudinal aunque eterna, y que todos los que ascienden deben descender al fondo; como se puede ver en todos los elementos, y en todas las cosas que existen sobre la superficie, en el seno y la matriz de la naturaleza." Pero añade, no sin ironía: "La opinión anterior ha sido justificadamente reprobada por haber sido expuesta a los ojos de la muchedumbre, pues si es sólo con gran dificultad que se la puede refrenar de los vicios y espolear hacia la acción virtuosa por la creencia en un eterno castigo, ¿qué sucedería si es persuadida de que los hechos heroicos y humanos se premiarán y los crímenes y villanías se castigarán en condiciones más leves?" En otras palabras, si la historia consiste en ciclos de ascenso y descenso, no hay premio eterno, ni eterno castigo, sino sólo ese eterno retorno postulado ya por la filosofía estoica.

El eterno retorno y la metempsícosis, que parecen temas ajenos a la filosofía europea, se unen a otros muchos rasgos del hermetismo, en sentido lato, que tienen -por así decir- un tinte oriental, y ello es válido tanto para sus primeras manifestaciones, en el período helenístico, como para sus expresiones renacentistas. Pero tanto los ciclos históricos, como la transmigración de las almas son perfectamente congruentes con la doctrina panteísta de Bruno y con su dialéctica de lo posible.

La elaborada teología de raíz aristotélica enunciada por Tomás de Aquino, y admirada por Giordano Bruno por su carácter concatenado y consistente, era insuficiente para contener la nueva visión metafísica del universo que Bruno proponía. El Nolense estaba convencido de que sus ideas eran un complemento de la doctrina cristiana y que, una vez entendidas, podían ser asimiladas tanto por católicos, como por protestantes. Lejos de considerarlas heréticas, Bruno veía en ellas la esperanza de la unidad religiosa; la única base posible para una verdadera teología natural.

HERMES

Pero Bruno tenía que buscar un marco adecuado y una justificación histórica para sus creencias. No bastaba el carácter indudablemente añejo del atomismo y el hilozoísmo. Había un cuerpo doctrinal que, a juicio de los pensadores del Renacimiento, era anterior incluso a los filósofos griegos, y contemporáneo quizás del Moisés bíblico. Su autor era Hermes Trimegistos, legendario personaje semidivino, conocido ya como el autor del Libro Esmeralda de los alquimistas. Hermes gozaba de un prestigio comparable, si no superior, al del propio Pitágoras. Marsilio Ficino, al traducir del griego buena parte del corpus hermético, en el siglo XV, había descubierto en él la más antigua premonición del cristianismo, anterior -según creía- al Antiguo Testamento.

En realidad, bajo la autoría de Hermes Trimegistos se incluía una serie de obras de inspiración gnóstica y neoplatónica, escritas en Alejandría, entre los siglos I y IV de nuestra era. Alejandría, donde se incubó una cultura sincrética, mezcla de doctrinas griegas, judías, cristianas y de los residuos de la antigua religión egipcia, fue también cuna de la alquimia y de una nueva versión de la astrología, base de las actuales creencias astrológicas. El corpus hermético (muy vinculado con la astrología y el gnosticismo), la numerología pitagórica, una serie de ideas de Platón (sobre todo las contenidas en el Timeo), varios conceptos de Plotino, Proclo y otros neoplátonicos, las jerarquías de la Cábala judía (sobre todo las contenidas en el libro de Zohar, compuesto en España en el siglo XIII), las teorías alquimistas sobre la transformación de las sustancias, y algunas concepciones de libros árabes de magia -sobre todo el Picatrix (libro del siglo XI sobre talismanes, conjuros y otros temas, traducido en España, en el siglo XIII)- constituyen los componentes esenciales de la abigarrada y heterodoxa corriente que se ha dado en llamar hermética, dentro del pensamiento europeo de los siglos del XV al XVII. Desde Paracelso hasta Leibniz y Newton, la ciencia europea -como la literatura (en especial la utópica) y el arte- no será ajena, en mayor o menor medida, a concepciones herméticas. Giordano Bruno aporta a las "técnicas" de esta corriente su interpretación del Ars Magna que, de cierta manera, constituye una nueva forma de encripción-descripción de la realidad, lejanamente emparentada con el liber mundi galileano, escrito -como se sabe- en signos geométricos.

BRUNO Y LA CIENCIA

A pesar de todos los esfuerzos por desterrar a Giordano Bruno del ámbito de las ciencias, el conocido Diccionario de Biografía Científica en 16 volúmenes, editado por Charles Coulton Gillispie, lo acogió, con un artículo de Frances Yates donde se concibe el conjunto de la obra de Bruno como un presagio de los nuevos tiempos y de las concepciones científicas que los regirían. De la misma manera que Paracelso había fustigado a los galenos de su época, Bruno reprobaba a los astrónomos -los "insensatos matemáticos", como él los llamaba- que aún creían en un universo parcelado en consecutivas esferas. Eugenio Garin sitúa a Bruno dentro de la polémica científica renacentista en los términos siguientes:

"En nombre de la unidad de la naturaleza, de la inmanencia de la unidad divina en la naturaleza, Bruno condena al cielo 'dividido en tantas esferas y separado en cuarenta y ocho imágenes', la imaginación de 'insensatos matemáticos' y lo milagroso. Ve en Copérnico al liberador, no tanto porque haya colocado al Sol en el puesto de la Tierra cuanto porque ha destruído la esfera celeste de los 'insensatos matemáticos'. Como dice en De inmenso, 'ha llegado el día destructor de aquellos astros y aquellos orbes, y los ha reducido a la nada.' No cabe ninguna duda de que en Bruno están presentes el hermetismo, la magia y la astrología del Renacimiento. Sólo que la gran experiencia liberadora de Copérnico había sido decisiva para él y, como observará Kepler, al final de su camino se situaba ya Galileo."

REFERENCIAS

Boas, Marie (1962): The Scientific Renaissance 1450-1630. Harper Torchbooks, Nueva York.

Bourdieu, Pierre (1988): L'Ontologie politique de Martin Heidegger. Editions de Minuit, Paris.

Bruno, Giordano (1964) [1585]: The Heroic Frenzies. (Tr. Paul Eugene Memmo, Jr.). The University of North Carolina Press, Chapel Hill.

Garin, Eugenio (1981): El Zodiaco de la Vida. Ediciones Península, Barcelona.

Koestler, Arthur (1981) [1959]: Los Sonámbulos. Historia de la cambiante cosmovisión del hombre. Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología, México.

Redondi, Pietro (1987) [1983]: Galileo Heretic. Princeton University Press, Princeton.

Rossi, Paolo (1990)[1986]: Las arañas y las hormigas. Una apología de la historia de la ciencia. Editorial Crítica, Barcelona.

Yates, Frances (1964): Giordano Bruno and the Hermetic Tradition. The University of Chicago Press.

Yates, Frances (1970): "Bruno, Giordano", en Dictionary of Scientific Biography, 2: 539-544. Charles Scribner's Sons, Nueva York.

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