oda a la demagocia
Tres razones para una victoria (o derrota) histórica
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Fernando Paulsen
Periodista. Panelista del programa Tolerancia Cero.
El impacto de la victoria de Sebastián Piñera lo percibí hace dos semanas, cuando vi la película Invictus, dirigida por Clint Eastwood y protagonizada por Morgan Freeman y Matt Damon. No ha salido en cines todavía, pero una buena amiga me prestó un DVD del film, de esos que las distribuidoras entregan a críticos de cine antes del estreno.
Invictus trata de la instalación del gobierno de Nelson Mandela y, particularmente, de la obsesión de ese gobernante sudafricano por generar condiciones de unidad en un país herido mortalmente por el machetazo del apartheid. Sin ánimo de contar la película, lo que me impresionó fue cómo Eastwood recrea las ganas, las expectativas, los sueños de años de maltrato que tienen los que acompañan a Mandela al gobierno. Les brillan los ojos, les salta la sonrisa sin provocación, hablan de utopías, de símbolos renovados, de un mundo por reconstruir.
Ese fuego de ganas y expectación lo vi mucho más presente en la campaña de Piñera que en la de Frei. Pese a que este último hablaba de cambios, de ser un puente entre generaciones, de poner caras nuevas al mando, la verdad es que siempre la campaña de Frei en Primera Vuelta pareció, como diría Serrat cuando no hay utopía, “un ensayo para la muerte”. Su asesor comunicacional de entonces, con todo desparpajo, y sin duda que con ojos desprovistos de ilusión y brillo de victoria, señaló en el Podcast Mediápolis que la campaña de Frei no giraba en torno a sueños.
Por mi parte, si interesa, perdí en primera y en segunda vueltas. Pero, qué diablos, soy hincha de la UC desde que nací. De alguna forma he sido educado para sufrir hasta el final, y ver como uno mejor, enel último partido, levantó la copa que tanto queríamos.
Ese fue el apagón de entusiasmo que se vio en Primera Vuelta, y que, al contrario, se desataba de expectativas en la campaña de Sebastián Piñera. Por lo que planteo que Frei inició su camino de derrota, cuando no fue capaz su comando de vincularse a las emociones vitales de las personas, que criticaban algunas prácticas de la Concertación, pero necesitaban escuchar, ver y, sobre todo, creer que la alegría de vivir mejor se desbordaba por los poros del candidato y su comando.
Fue al contrario: parecía una patrulla de burócratas de la política, haciendo lo que había que hacer, para mantenerse en La Moneda por cuatro años más. La batalla de la épica y el entusiasmo se perdió fuerte en esa Primera Vuelta.
Momento de liderazgo
En segundo lugar está el problema del liderazgo. He planteado en otros foros que Eduardo Frei tuvo en esta elección la primera realmente competitiva de toda su carrera política. No tenía experiencia Frei de lo que era sentir que podía perder, de lo que significaba hablarle a la gente como si de ello dependiera su derrota o victoria, de recorrer el país sabiendo que la gente que va a los actos y marchas pueden parecer muchos, pero que las encuestas y la opinión de los dirigentes regionales decían que había más reticencia que otras veces.
Ser un líder no significa actuar según la autoridad que se le confiere. Eso es, simplemente ejercer la autoridad, como lo hace un carabinero cuando te saca un parte, como lo hace un Presidente cuando nombra embajadores y ministros, como lo hace un capitán de fútbol cuando escoge lado antes del partido. Ser un verdadero líder implica tomar riesgos, y aun así no perder a la gente que lo sigue. Implica ir más allá del marco de autoridad que se le confirió y conseguir que la gente lo siga.
En esta variable, el liderazgo, Eduardo Frei estuvo muy mal, habiendo partido muy bien. Cuando a principios del año pasado, Frei inscribe temas en la agenda informativa de motu propio y alterando incluso las sensibilidades de su partido y aliados, se jugó el capital de liderazgo y le fue bien: se discutió como nunca antes sobre aborto, sobre reformas constitucionales, sobre reformas para mejor regular agentes económicos clave, en medio de una recesión mundial. Frei entonces decía que no hablaba para las encuestas, muy pocos lo imaginaban como candidato cuando Lagos e Insulza figuraban como prioritarios. Pero el que ponía los temas que se discutían era él.
Con la realización de las primarias en dos regiones y la bendición de su candidatura como oficial de la Concertación, todo cambió. Los asesores y expertos, en vez de seguir al líder en su camino de marzo del 2009, lo desviaron para que se mantuviera dentro del canal del establishment del oficialismo. Se dejaron de mencionar temas rupturistas, de hablar con quien lo solicitara, Frei empezó a consolidar su frase de campaña: “Ese no es mi problema”, como el mantra de su respuesta a inquietudes periodísticas y para reaccionar a los dichos de sus rivales en competencia. En vez de apropiarse del control de su campaña y su comando cedió ante aventureros consejos de sobredimensionados expertos comunicacionales.
En el bando contrario, el de Piñera, pasó exactamente lo contrario. El candidato partió tibio, con su repetición de frases ancla, machacadas hasta el hastío en cuanto escenario pudiera. Tenía un comando variopinto, con voceros múltiples para mostrar una escenografía diversa. Sin embargo, promediando el año Sebastián Piñera cambió de estrategia y se convirtió en líder de su sector, en el sentido explicado más arriba. Introdujo una tras otra variables que desacomodaban a sus aliados tradicionales, pero a una tasa de molestia que pudieran resistir, y movió el eje de su rango de acción hacia el centro.
Su rechazo a figuras del pinochetismo en su gobierno; su decisión de remarcar la legitimidad de las parejas homosexuales; incluso sus palabras despreciativas hacia la banca fueron lo suficientemente rupturistas como para capturar la atención de independientes molestos con la Concertación, pero no fueron tan rupturistas como para alienar a la UDI. Y lo siguieron.
La fuerza de la queja interna
No importaron todas las campañas que se hicieron. Las de Marco, las del gobierno, las de Piñera y las de Frei por lograr que los jóvenes se inscribieran en masa en los registros electorales, la tasa de renovación del padrón electoral fue mínima. Lo que lleva a plantear la observación, dura, de la fuerza propia en modo de crítica y frustración. El padrón electoral que llevó a que Sebastián Piñera ganara ayer las elecciones, es prácticamente el mismo de hace 20 años.
No fueron millones de nuevos electores los que, con otros ojos y otras ansias, botaron el andamiaje electoralmente imbatible de la Concertación. Sino que fueron básicamente los que por 20 años apoyaron mayoritariamente a la coalición de gobierno, quienes gradualmente en las últimas dos elecciones, y con un ímpetu notable en ésta, le dieron sus votos a la oposición. No hay nuevos votantes de centroderecha que apoyaron a Piñera. Hay viejos votantes de la Concertación que, en esta ocasión, apoyaron primero a Marco Enríquez-Ominami y después a Piñera en segunda vuelta.
Los expertos estadísticos electorales dicen que se trata de profesionales más bien jóvenes de entre 25 a 45 años de edad. Es decir un segmento que creció, se educó y se hizo adulto bajo gobiernos y políticas públicas de la Concertación. Su creación y orgullo.
Librepensadores, abiertos, con ganas de desarrollarse en áreas muy diversas, que apoyaron el discurso y las ideas de ME-O, que se hartaron con las primarias bi regionales que ungieron a Frei, con las mismas caras de los presidentes de partido, con la idea que 20 años habían achanchado al funcionario público que llegó desde la oposición heroica a la dictadura de Pinochet a los ministerios y jefaturas de servicio.
Quienes recibieron el impacto del Transantiago como una negligencia técnica inaceptable, como una insolencia contra su propia gente y quienes estaban deseosos de volver a tener los ojos con chispazos de utopía.
La Concertación construyó una edificación extraordinaria de instituciones sólidas de gente de bien, dedicada a la función pública. Supo amortiguar su indignación por 17 años de abuso y humillación, atemperaron sus peticiones para consolidar las bases de una democracia que por casi una década se vio a veces frágil y tambaleante, ante la presencia de los viejos odios enquistados entre los productos de la Constitución de 1980 y el sistema binominal. Además no dejó jamás de crecer económicamente, de aumentar los espacios de libertad y transparencia, aunque fuera a costo de ser sus propios dislates y actos de corrupción los que gatillaran la nueva legislación de probidad.
Esa creación notable no fue capaz de detectar el letargo y ensimismamiento que se hacía presa de sus organizaciones políticas. Y los mismos que apoyaron una y otra vez los modos y vías de la Concertación, enfrentados a un trance de repetirse el plato, ya no los ministros, sino los candidatos presidenciales, dijo no en una proporción lo suficientemente grande como para desequilibrar las cosas en favor de este empresario de origen democratacristiano, que voto No y que, aunque rodeado de simpatizantes de la Dictadura, ofrecía gestión y caras nuevas a un país que había dejado de ver en cada elección el riesgo de cambiar modelo y estructuras de cuajo, pero que temía que la repetición de lo mismo por los mismos los haría viejos, sintiendo el dolor de las rodillas cansadas, cuando todavía tenían ganas de correr detrás de sueños.
Es cierto, que hay más razones para esta victoria de Piñera. Está Marco y lo que implicó. La crisis económica mundial y la popularidad de la Presidenta, que no chorreó a su candidato en las proporciones que se requería para ganar. Pero estas tres me parecen destacables porque tienen que ver con lo que las elecciones son y nunca debieran olvidarlo los que postulan a recibir la confianza de su gente: a las emociones y ganas del pueblo, a la fuerza de un mensaje y a un liderazgo que sepa arriesgar, cuando vale la pena incomodar a los suyos para avanzar.
Y también porque los incentivos de la política no se debieran basar en los recuerdos de lo que se hace o se hizo, sino en lo que falta, en los que se quedaron en el camino o fueron pospuestos. Y en todo aquello que hace falta hacer para que quienes recuerdan las promesas de año tras año, sientan que la llama está encendida y los ojitos brillan como el primer día de victoria.
Por mi parte, si interesa, perdí en primera y en segunda vueltas. Pero, qué diablos, soy hincha de la UC desde que nací. De alguna forma he sido educado para sufrir hasta el final, y ver como uno mejor, en el último partido, levantó la copa que tanto queríamos.
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Fernando Paulsen
Periodista. Panelista del programa Tolerancia Cero.
El impacto de la victoria de Sebastián Piñera lo percibí hace dos semanas, cuando vi la película Invictus, dirigida por Clint Eastwood y protagonizada por Morgan Freeman y Matt Damon. No ha salido en cines todavía, pero una buena amiga me prestó un DVD del film, de esos que las distribuidoras entregan a críticos de cine antes del estreno.
Invictus trata de la instalación del gobierno de Nelson Mandela y, particularmente, de la obsesión de ese gobernante sudafricano por generar condiciones de unidad en un país herido mortalmente por el machetazo del apartheid. Sin ánimo de contar la película, lo que me impresionó fue cómo Eastwood recrea las ganas, las expectativas, los sueños de años de maltrato que tienen los que acompañan a Mandela al gobierno. Les brillan los ojos, les salta la sonrisa sin provocación, hablan de utopías, de símbolos renovados, de un mundo por reconstruir.
Ese fuego de ganas y expectación lo vi mucho más presente en la campaña de Piñera que en la de Frei. Pese a que este último hablaba de cambios, de ser un puente entre generaciones, de poner caras nuevas al mando, la verdad es que siempre la campaña de Frei en Primera Vuelta pareció, como diría Serrat cuando no hay utopía, “un ensayo para la muerte”. Su asesor comunicacional de entonces, con todo desparpajo, y sin duda que con ojos desprovistos de ilusión y brillo de victoria, señaló en el Podcast Mediápolis que la campaña de Frei no giraba en torno a sueños.
Por mi parte, si interesa, perdí en primera y en segunda vueltas. Pero, qué diablos, soy hincha de la UC desde que nací. De alguna forma he sido educado para sufrir hasta el final, y ver como uno mejor, enel último partido, levantó la copa que tanto queríamos.
Ese fue el apagón de entusiasmo que se vio en Primera Vuelta, y que, al contrario, se desataba de expectativas en la campaña de Sebastián Piñera. Por lo que planteo que Frei inició su camino de derrota, cuando no fue capaz su comando de vincularse a las emociones vitales de las personas, que criticaban algunas prácticas de la Concertación, pero necesitaban escuchar, ver y, sobre todo, creer que la alegría de vivir mejor se desbordaba por los poros del candidato y su comando.
Fue al contrario: parecía una patrulla de burócratas de la política, haciendo lo que había que hacer, para mantenerse en La Moneda por cuatro años más. La batalla de la épica y el entusiasmo se perdió fuerte en esa Primera Vuelta.
Momento de liderazgo
En segundo lugar está el problema del liderazgo. He planteado en otros foros que Eduardo Frei tuvo en esta elección la primera realmente competitiva de toda su carrera política. No tenía experiencia Frei de lo que era sentir que podía perder, de lo que significaba hablarle a la gente como si de ello dependiera su derrota o victoria, de recorrer el país sabiendo que la gente que va a los actos y marchas pueden parecer muchos, pero que las encuestas y la opinión de los dirigentes regionales decían que había más reticencia que otras veces.
Ser un líder no significa actuar según la autoridad que se le confiere. Eso es, simplemente ejercer la autoridad, como lo hace un carabinero cuando te saca un parte, como lo hace un Presidente cuando nombra embajadores y ministros, como lo hace un capitán de fútbol cuando escoge lado antes del partido. Ser un verdadero líder implica tomar riesgos, y aun así no perder a la gente que lo sigue. Implica ir más allá del marco de autoridad que se le confirió y conseguir que la gente lo siga.
En esta variable, el liderazgo, Eduardo Frei estuvo muy mal, habiendo partido muy bien. Cuando a principios del año pasado, Frei inscribe temas en la agenda informativa de motu propio y alterando incluso las sensibilidades de su partido y aliados, se jugó el capital de liderazgo y le fue bien: se discutió como nunca antes sobre aborto, sobre reformas constitucionales, sobre reformas para mejor regular agentes económicos clave, en medio de una recesión mundial. Frei entonces decía que no hablaba para las encuestas, muy pocos lo imaginaban como candidato cuando Lagos e Insulza figuraban como prioritarios. Pero el que ponía los temas que se discutían era él.
Con la realización de las primarias en dos regiones y la bendición de su candidatura como oficial de la Concertación, todo cambió. Los asesores y expertos, en vez de seguir al líder en su camino de marzo del 2009, lo desviaron para que se mantuviera dentro del canal del establishment del oficialismo. Se dejaron de mencionar temas rupturistas, de hablar con quien lo solicitara, Frei empezó a consolidar su frase de campaña: “Ese no es mi problema”, como el mantra de su respuesta a inquietudes periodísticas y para reaccionar a los dichos de sus rivales en competencia. En vez de apropiarse del control de su campaña y su comando cedió ante aventureros consejos de sobredimensionados expertos comunicacionales.
En el bando contrario, el de Piñera, pasó exactamente lo contrario. El candidato partió tibio, con su repetición de frases ancla, machacadas hasta el hastío en cuanto escenario pudiera. Tenía un comando variopinto, con voceros múltiples para mostrar una escenografía diversa. Sin embargo, promediando el año Sebastián Piñera cambió de estrategia y se convirtió en líder de su sector, en el sentido explicado más arriba. Introdujo una tras otra variables que desacomodaban a sus aliados tradicionales, pero a una tasa de molestia que pudieran resistir, y movió el eje de su rango de acción hacia el centro.
Su rechazo a figuras del pinochetismo en su gobierno; su decisión de remarcar la legitimidad de las parejas homosexuales; incluso sus palabras despreciativas hacia la banca fueron lo suficientemente rupturistas como para capturar la atención de independientes molestos con la Concertación, pero no fueron tan rupturistas como para alienar a la UDI. Y lo siguieron.
La fuerza de la queja interna
No importaron todas las campañas que se hicieron. Las de Marco, las del gobierno, las de Piñera y las de Frei por lograr que los jóvenes se inscribieran en masa en los registros electorales, la tasa de renovación del padrón electoral fue mínima. Lo que lleva a plantear la observación, dura, de la fuerza propia en modo de crítica y frustración. El padrón electoral que llevó a que Sebastián Piñera ganara ayer las elecciones, es prácticamente el mismo de hace 20 años.
No fueron millones de nuevos electores los que, con otros ojos y otras ansias, botaron el andamiaje electoralmente imbatible de la Concertación. Sino que fueron básicamente los que por 20 años apoyaron mayoritariamente a la coalición de gobierno, quienes gradualmente en las últimas dos elecciones, y con un ímpetu notable en ésta, le dieron sus votos a la oposición. No hay nuevos votantes de centroderecha que apoyaron a Piñera. Hay viejos votantes de la Concertación que, en esta ocasión, apoyaron primero a Marco Enríquez-Ominami y después a Piñera en segunda vuelta.
Los expertos estadísticos electorales dicen que se trata de profesionales más bien jóvenes de entre 25 a 45 años de edad. Es decir un segmento que creció, se educó y se hizo adulto bajo gobiernos y políticas públicas de la Concertación. Su creación y orgullo.
Librepensadores, abiertos, con ganas de desarrollarse en áreas muy diversas, que apoyaron el discurso y las ideas de ME-O, que se hartaron con las primarias bi regionales que ungieron a Frei, con las mismas caras de los presidentes de partido, con la idea que 20 años habían achanchado al funcionario público que llegó desde la oposición heroica a la dictadura de Pinochet a los ministerios y jefaturas de servicio.
Quienes recibieron el impacto del Transantiago como una negligencia técnica inaceptable, como una insolencia contra su propia gente y quienes estaban deseosos de volver a tener los ojos con chispazos de utopía.
La Concertación construyó una edificación extraordinaria de instituciones sólidas de gente de bien, dedicada a la función pública. Supo amortiguar su indignación por 17 años de abuso y humillación, atemperaron sus peticiones para consolidar las bases de una democracia que por casi una década se vio a veces frágil y tambaleante, ante la presencia de los viejos odios enquistados entre los productos de la Constitución de 1980 y el sistema binominal. Además no dejó jamás de crecer económicamente, de aumentar los espacios de libertad y transparencia, aunque fuera a costo de ser sus propios dislates y actos de corrupción los que gatillaran la nueva legislación de probidad.
Esa creación notable no fue capaz de detectar el letargo y ensimismamiento que se hacía presa de sus organizaciones políticas. Y los mismos que apoyaron una y otra vez los modos y vías de la Concertación, enfrentados a un trance de repetirse el plato, ya no los ministros, sino los candidatos presidenciales, dijo no en una proporción lo suficientemente grande como para desequilibrar las cosas en favor de este empresario de origen democratacristiano, que voto No y que, aunque rodeado de simpatizantes de la Dictadura, ofrecía gestión y caras nuevas a un país que había dejado de ver en cada elección el riesgo de cambiar modelo y estructuras de cuajo, pero que temía que la repetición de lo mismo por los mismos los haría viejos, sintiendo el dolor de las rodillas cansadas, cuando todavía tenían ganas de correr detrás de sueños.
Es cierto, que hay más razones para esta victoria de Piñera. Está Marco y lo que implicó. La crisis económica mundial y la popularidad de la Presidenta, que no chorreó a su candidato en las proporciones que se requería para ganar. Pero estas tres me parecen destacables porque tienen que ver con lo que las elecciones son y nunca debieran olvidarlo los que postulan a recibir la confianza de su gente: a las emociones y ganas del pueblo, a la fuerza de un mensaje y a un liderazgo que sepa arriesgar, cuando vale la pena incomodar a los suyos para avanzar.
Y también porque los incentivos de la política no se debieran basar en los recuerdos de lo que se hace o se hizo, sino en lo que falta, en los que se quedaron en el camino o fueron pospuestos. Y en todo aquello que hace falta hacer para que quienes recuerdan las promesas de año tras año, sientan que la llama está encendida y los ojitos brillan como el primer día de victoria.
Por mi parte, si interesa, perdí en primera y en segunda vueltas. Pero, qué diablos, soy hincha de la UC desde que nací. De alguna forma he sido educado para sufrir hasta el final, y ver como uno mejor, en el último partido, levantó la copa que tanto queríamos.
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