arca: música, creatividad y tecnología
Sónar, alucinante freiduría de neuronas
El festival se ha convertido en un punto de encuentro de música, creatividad y tecnología
ATLAS (Vídeo)
"¿Te das cuenta de lo que es el Arca?", le dice Belloq a Indiana Jones hacia el final de la primera película de la película. "¡Es un transmisor! ¡Una radio para hablar con Dios". Ayer, en el Sónar, era necesario hacerse la misma pregunta, pero para responder qué es exactamente Arca, el artista [no la ídem del Alianza, sin el artículo].Arca es el productor venezolano Alejandro Ghersi, el gran héroe de la música electrónica en 2014 gracias a un disco extraterrestre titulado Xen, y también por su reciente colaboración con Björk en Vulnicura. Pero su música es un misterio, un rompecabezas, incluso él en sí mismo es un enigma. No concede entrevistas, aparece en el escenario vestido de manera desconcertante -unas plataformas de drag queen, unos ligueros y unas medias rotas, una falda estrecha y apretada, pero una camisa de hombre y una efigie apuesta-, y su música parece que venga de otro planeta. O de Dios. O probablemente del futuro.
ATLAS (Vídeo)
"¿Te das cuenta de lo que es el Arca?", le dice Belloq a Indiana Jones hacia el final de la primera película de la película. "¡Es un transmisor! ¡Una radio para hablar con Dios". Ayer, en el Sónar, era necesario hacerse la misma pregunta, pero para responder qué es exactamente Arca, el artista [no la ídem del Alianza, sin el artículo].Arca es el productor venezolano Alejandro Ghersi, el gran héroe de la música electrónica en 2014 gracias a un disco extraterrestre titulado Xen, y también por su reciente colaboración con Björk en Vulnicura. Pero su música es un misterio, un rompecabezas, incluso él en sí mismo es un enigma. No concede entrevistas, aparece en el escenario vestido de manera desconcertante -unas plataformas de drag queen, unos ligueros y unas medias rotas, una falda estrecha y apretada, pero una camisa de hombre y una efigie apuesta-, y su música parece que venga de otro planeta. O de Dios. O probablemente del futuro.
Carne abstracta
Sónar, el festival de sonidos electrónicos que ya no es un festival exactamente, sino un encuentro para que confluyan en él la música, la creatividad y la tecnología, tuvo en la actuación de Arca uno de los grandes momentos de su historia de 22 ediciones. Se acercó a las máquinas sigilosamente, empezó a disparar líneas de bajo temblorosas, saludó en castellano, y poco a poco empezaron a suceder cosas inesperadas. La primera fue la exhibición de la parte baja de su vestuario, y la segunda fue la interacción entre Arca, un cuerpo que fascinaría a David Cronenberg como máxima expresión de 'la nueva carne' y a cualquier colectivo de activistas por los derechos de la comunidad LGTB, con las proyecciones que le servía su colaborador Jesse Kanda.
Mientras él bailaba como si estuviera en una barra de lapdance, o se bajaba al mogollón del público rapeando como si fuera un alienígena, o se desnudaba de cintura para arriba -ni masculino ni femenino, sino todo lo contrario-, en la pantalla aparecían imágenes digitales de cuerpos operados que movían un trasero grasiento y mostraban sexos inescrutables, como sometidos a una operación transformadora, o intersexual, o quizá mutiladora. Su puesta en escena animaba a reflexionar sobre los roles de género, sobre los límites de la sexualidad: era una mezcla entre caos organizativo, majestuosidad experimental y política sexual, y todo ello acompañado de una música distinta a todo, hipnótica y aturullada, como una alucinación lovecraftiana con insinuaciones de dub, IDM, reggaetón y techno hipercomplejo. Sólo por él, Sónar ya ha merecido la pena.
Sónar, el festival de sonidos electrónicos que ya no es un festival exactamente, sino un encuentro para que confluyan en él la música, la creatividad y la tecnología, tuvo en la actuación de Arca uno de los grandes momentos de su historia de 22 ediciones. Se acercó a las máquinas sigilosamente, empezó a disparar líneas de bajo temblorosas, saludó en castellano, y poco a poco empezaron a suceder cosas inesperadas. La primera fue la exhibición de la parte baja de su vestuario, y la segunda fue la interacción entre Arca, un cuerpo que fascinaría a David Cronenberg como máxima expresión de 'la nueva carne' y a cualquier colectivo de activistas por los derechos de la comunidad LGTB, con las proyecciones que le servía su colaborador Jesse Kanda.
Mientras él bailaba como si estuviera en una barra de lapdance, o se bajaba al mogollón del público rapeando como si fuera un alienígena, o se desnudaba de cintura para arriba -ni masculino ni femenino, sino todo lo contrario-, en la pantalla aparecían imágenes digitales de cuerpos operados que movían un trasero grasiento y mostraban sexos inescrutables, como sometidos a una operación transformadora, o intersexual, o quizá mutiladora. Su puesta en escena animaba a reflexionar sobre los roles de género, sobre los límites de la sexualidad: era una mezcla entre caos organizativo, majestuosidad experimental y política sexual, y todo ello acompañado de una música distinta a todo, hipnótica y aturullada, como una alucinación lovecraftiana con insinuaciones de dub, IDM, reggaetón y techno hipercomplejo. Sólo por él, Sónar ya ha merecido la pena.
Desafío extremo en el cuarto oscuro
Pero la primera jornada del festival tuvo, al menos, otro momento para no creérselo. Quien estuviera a las 20.30h en el escenario Hall durante el concierto de Autechre sólo tenía dos opciones: o salir huyendo, o asistir a una de las experiencias más radicales que se han vivido nunca en Sónar. El espacio estaba completamente a oscuras, un panel evitaba que entrara el relente del exterior, y salvo un par de luces rojas de posición ni un solo foco, ni un mínimo resplandor -sólo el de los teléfonos móviles, que no tenían nada que fotografiar- mostraba lo que sucedía ahí.
Sean Booth y Rob Brown, los héroes míticos del techno abstracto, mercurial y deconstruido como una tortilla de Ferran Adrià -llevan haciendo discos desde 1991, y siguen sonando tan futuristas e inimitables como el primer día-, nos dieron un bofetón de underground de la manera más económica posible: recordándonos que en música electrónica lo único que cuenta es la textura del sonido, que no hay nada que ver (quien quiera espectáculo que se vaya al circo, como dice Oriol Rossell), y actuando en consecuencia cegaron su actuación y la inyectaron de quiebros rítmicos maléficos, crujidos colosales, punzadas ácidas, rave de mal rollo, ruido infernal y una abstracción dura, durísima, en la línea del reciente Exai (2013) y de otros discos impenetrables de su repertorio como Quaristice(2008) o Confield (2001), para dejar las neuronas de la gente de vuelta y media. Autechre hicieron de la música experimental un desafío extremo que no hubiera superado ni Calleja. Salimos de ahí como si se nos hubiera aparecido la virgen negra de Warp, como si nos hubieran lobotomizado para olvidar que existe música con una estructura lógica (y mucho más aburrida).
Pero la primera jornada del festival tuvo, al menos, otro momento para no creérselo. Quien estuviera a las 20.30h en el escenario Hall durante el concierto de Autechre sólo tenía dos opciones: o salir huyendo, o asistir a una de las experiencias más radicales que se han vivido nunca en Sónar. El espacio estaba completamente a oscuras, un panel evitaba que entrara el relente del exterior, y salvo un par de luces rojas de posición ni un solo foco, ni un mínimo resplandor -sólo el de los teléfonos móviles, que no tenían nada que fotografiar- mostraba lo que sucedía ahí.
Sean Booth y Rob Brown, los héroes míticos del techno abstracto, mercurial y deconstruido como una tortilla de Ferran Adrià -llevan haciendo discos desde 1991, y siguen sonando tan futuristas e inimitables como el primer día-, nos dieron un bofetón de underground de la manera más económica posible: recordándonos que en música electrónica lo único que cuenta es la textura del sonido, que no hay nada que ver (quien quiera espectáculo que se vaya al circo, como dice Oriol Rossell), y actuando en consecuencia cegaron su actuación y la inyectaron de quiebros rítmicos maléficos, crujidos colosales, punzadas ácidas, rave de mal rollo, ruido infernal y una abstracción dura, durísima, en la línea del reciente Exai (2013) y de otros discos impenetrables de su repertorio como Quaristice(2008) o Confield (2001), para dejar las neuronas de la gente de vuelta y media. Autechre hicieron de la música experimental un desafío extremo que no hubiera superado ni Calleja. Salimos de ahí como si se nos hubiera aparecido la virgen negra de Warp, como si nos hubieran lobotomizado para olvidar que existe música con una estructura lógica (y mucho más aburrida).
Hierba verde, sonidos fáciles
En el escenario Village, como siempre, estaba el buen rollito: las muchachas que enseñan las bragas y los tatuajes tomando el sol, el gentío más veraniego que aprovecha el despertar del calorazo en Barcelona, los que echan la siesta o fuman cosas que dan risa mientras consumen unas 'cerves'. El espacio verde, capitalino, epicéntrico de las actividades musicales diurnas tuvo dos fases muy diferenciadas: a primera hora sonaba dub mutante -lo pinchó Skygaze, lo endureció Colectivo +0 y lo transformó en una sinfonía de ecos el grupo STA-, pero después de Kindness comenzó la fiesta y llegó una avalancha de house de todos los colores.
Kindness es un músico inglés al que le pirra el house clásico -o sea, el de Chicago; acabó su actuación con citas a inmortales del acid como No way back (Adonis) y del jacking como Jack your body(Steve 'Silk' Hurley)- y el pop de los ochenta, aunque sus buenas intenciones no siempre se ven materializadas con el buen gusto que tal operación requeriría. De hecho, poco antes de subirse al escenario, Adam Bainbridge se paseaba por la zona Pro del festival con una camisa azul hawaiana, un pantalón corto -que luego cambió por un pantalón de pijama- y unos calcetines hasta la rodilla con náuticos: lo que se conoce como un hortera de pueblo costero, como un sospechoso habitual de las cogorzas en Magaluf. Pero es que incluso ese atentado estético tiene sentido, y no porque él sea un poco 'vaquerizo', sino porque en el fondo lo que hace es recuperar el sonido baggy de bandas como Happy Mondays, con coristas chillonas, músicos que no tocan bien y esa actitud de quien salva conciertos desastrados con la llamada a la fiesta.
A partir de ahí, el Village se puso efervescente y cada vez que se cruzaba brotaba house como si fuera el chorro de un géiser en Islandia: a presión y calentísimo. Kasper Bjorke lo pinchó con elegancia y pulso; J.E.T.S. lo aderezaron con electro añejo en un directo para contentar a las masas que buscan el bombo fácil -lo que el entrañable periodista musical Half Nelson ha definido con muchísimo acierto como 'los cuñaos del Sónar'-, y luego ya lo rematarían Hot Chip.
En el escenario Village, como siempre, estaba el buen rollito: las muchachas que enseñan las bragas y los tatuajes tomando el sol, el gentío más veraniego que aprovecha el despertar del calorazo en Barcelona, los que echan la siesta o fuman cosas que dan risa mientras consumen unas 'cerves'. El espacio verde, capitalino, epicéntrico de las actividades musicales diurnas tuvo dos fases muy diferenciadas: a primera hora sonaba dub mutante -lo pinchó Skygaze, lo endureció Colectivo +0 y lo transformó en una sinfonía de ecos el grupo STA-, pero después de Kindness comenzó la fiesta y llegó una avalancha de house de todos los colores.
Kindness es un músico inglés al que le pirra el house clásico -o sea, el de Chicago; acabó su actuación con citas a inmortales del acid como No way back (Adonis) y del jacking como Jack your body(Steve 'Silk' Hurley)- y el pop de los ochenta, aunque sus buenas intenciones no siempre se ven materializadas con el buen gusto que tal operación requeriría. De hecho, poco antes de subirse al escenario, Adam Bainbridge se paseaba por la zona Pro del festival con una camisa azul hawaiana, un pantalón corto -que luego cambió por un pantalón de pijama- y unos calcetines hasta la rodilla con náuticos: lo que se conoce como un hortera de pueblo costero, como un sospechoso habitual de las cogorzas en Magaluf. Pero es que incluso ese atentado estético tiene sentido, y no porque él sea un poco 'vaquerizo', sino porque en el fondo lo que hace es recuperar el sonido baggy de bandas como Happy Mondays, con coristas chillonas, músicos que no tocan bien y esa actitud de quien salva conciertos desastrados con la llamada a la fiesta.
A partir de ahí, el Village se puso efervescente y cada vez que se cruzaba brotaba house como si fuera el chorro de un géiser en Islandia: a presión y calentísimo. Kasper Bjorke lo pinchó con elegancia y pulso; J.E.T.S. lo aderezaron con electro añejo en un directo para contentar a las masas que buscan el bombo fácil -lo que el entrañable periodista musical Half Nelson ha definido con muchísimo acierto como 'los cuñaos del Sónar'-, y luego ya lo rematarían Hot Chip.
Estilazo audiovisual
Lo mejor del día, sin embargo, fueron los shows audiovisuales. En ese apartado no entra el de Autechre, porque no se veían tres en un burro, pero sí el de Arca. Y también el que previamente había llevado al inglés Lee Gamble al escenario Hall acompañado por Dave Gaskarth en unos visuales muy noventeros, como de vídeo de The Future Sound of London, a los que él ponía un techno volcánico, bruto como un arado, atropellado como el de nombres míticos de la vieja escuela como Drop Bass Network o el primer Plastikman, y que pudo haber sido uno de los grandes momentos de Sónar si no fuera porque tuvieron que reiniciar algunas partes del directo -se colgaban los ordenadores, o no funcionaba bien la sincronización audio/vídeo- y aquello fue más un coitus interruptus que un gustirrinín progresivo.
Pero ese pequeño mal sabor de boca se pudo resolver con Koreless, que presentaba junto a Emmanuel Biard el proyecto The Well, un espectáculo de luces y láseres emitidas desde una superficie semiesférica -parecía convexa, y sin duda totémica- que tomaba la forma de una especie de ovni, o de destellante Gema del Infinito de las sagas Marvel. La música de Koreless, un ambient melífluo, bien troceado con fragmentos de voces y bajos zumbones, era perfecta para cerrar los ojos, imaginar otros mundos, amaneceres desde la Luna y demás fantasías cósmicas. Y así, con las neuronas efervescentes, o fritas (¡que nos las devuelvan!), pasamos el día esperando a que llegara la noche.
Lo mejor del día, sin embargo, fueron los shows audiovisuales. En ese apartado no entra el de Autechre, porque no se veían tres en un burro, pero sí el de Arca. Y también el que previamente había llevado al inglés Lee Gamble al escenario Hall acompañado por Dave Gaskarth en unos visuales muy noventeros, como de vídeo de The Future Sound of London, a los que él ponía un techno volcánico, bruto como un arado, atropellado como el de nombres míticos de la vieja escuela como Drop Bass Network o el primer Plastikman, y que pudo haber sido uno de los grandes momentos de Sónar si no fuera porque tuvieron que reiniciar algunas partes del directo -se colgaban los ordenadores, o no funcionaba bien la sincronización audio/vídeo- y aquello fue más un coitus interruptus que un gustirrinín progresivo.
Pero ese pequeño mal sabor de boca se pudo resolver con Koreless, que presentaba junto a Emmanuel Biard el proyecto The Well, un espectáculo de luces y láseres emitidas desde una superficie semiesférica -parecía convexa, y sin duda totémica- que tomaba la forma de una especie de ovni, o de destellante Gema del Infinito de las sagas Marvel. La música de Koreless, un ambient melífluo, bien troceado con fragmentos de voces y bajos zumbones, era perfecta para cerrar los ojos, imaginar otros mundos, amaneceres desde la Luna y demás fantasías cósmicas. Y así, con las neuronas efervescentes, o fritas (¡que nos las devuelvan!), pasamos el día esperando a que llegara la noche.
Los Chemical, neng
La noche del jueves en el Sónar es para invitados. Por el propio festival o por la marca de cerveza que lo patrocina, y siempre con un concierto inaugural de un cabeza de cartel. Este año han sido The Chemical Brothers los que han hecho los honores, porque estrenan nuevo espectáculo sin que haya, eso sí, una aparente voluntad de novedad, ya que el guión de Tom Rowlands y Ed Simmons, los más veteranos constructores de puentes entre los públicos del techno y del pop, no se ha movido apenas en dos décadas. Están a punto de editar un nuevo disco, pero las piezas insertadas en su show del inminente Born in the echoes (por ejemplo, Go) son de la misma cuerda que las de viejos discos comoCome with us o Surrender: ritmos gordos, escaladas de tensión progresivas, estallidos eufóricos, pinceladas de psicodelia, piezas cantadas como Setting sun o Galvanise, y mucha facilidad para despertar resortes emocionales.
Perros viejos como son, comenzaron el concierto con Hey boy, hey girl, que siempre pone a la gente como las cabras, mientras desde el escenario se proyectaba una lluvia de láseres verdes. Parecía como si nada hubiera cambiado desde aquellos primeros conciertos suyos en Benicàssim, pero han cambiado cosas: los visuales, la secuenciación de las piezas -no hay interrupciones salvo en los bises- y la canalización de la energía, que ellos la distribuyen a partir de subidas intensas y bajadas abruptas, como si metieran al público en una montaña rusa. Como dirían Martes y Treces, no es lo mismo, pero es igual.
El sonido en el recinto nocturno de Fira Gran Via no era el mejor, pero puede arreglarse -el año pasado sonó a hueco y a distorsión en el primer concierto de Massive Attack, y en el segundo pase, dos días después, la ecualización ya estaba más pulida-, y seguramente el sábado, en el estreno oficial del espectáculo para el público de abono y entrada de noche, The Chemical Brothers triunfarán de manera unilateral con su repertorio indestructible de hitazos(Block rocking beats, Saturate, Chemical beats, Star guitar), algunos ya pasados de moda, pero otros tan frescos como el primer día. Ya son más música anciana que avanzada, pero las masas les siguen adorando como siempre. Los Chemical, como les llaman (con che), se llevan de maravilla con la parte reptiliana del cerebro colectivo.
La noche del jueves en el Sónar es para invitados. Por el propio festival o por la marca de cerveza que lo patrocina, y siempre con un concierto inaugural de un cabeza de cartel. Este año han sido The Chemical Brothers los que han hecho los honores, porque estrenan nuevo espectáculo sin que haya, eso sí, una aparente voluntad de novedad, ya que el guión de Tom Rowlands y Ed Simmons, los más veteranos constructores de puentes entre los públicos del techno y del pop, no se ha movido apenas en dos décadas. Están a punto de editar un nuevo disco, pero las piezas insertadas en su show del inminente Born in the echoes (por ejemplo, Go) son de la misma cuerda que las de viejos discos comoCome with us o Surrender: ritmos gordos, escaladas de tensión progresivas, estallidos eufóricos, pinceladas de psicodelia, piezas cantadas como Setting sun o Galvanise, y mucha facilidad para despertar resortes emocionales.
Perros viejos como son, comenzaron el concierto con Hey boy, hey girl, que siempre pone a la gente como las cabras, mientras desde el escenario se proyectaba una lluvia de láseres verdes. Parecía como si nada hubiera cambiado desde aquellos primeros conciertos suyos en Benicàssim, pero han cambiado cosas: los visuales, la secuenciación de las piezas -no hay interrupciones salvo en los bises- y la canalización de la energía, que ellos la distribuyen a partir de subidas intensas y bajadas abruptas, como si metieran al público en una montaña rusa. Como dirían Martes y Treces, no es lo mismo, pero es igual.
El sonido en el recinto nocturno de Fira Gran Via no era el mejor, pero puede arreglarse -el año pasado sonó a hueco y a distorsión en el primer concierto de Massive Attack, y en el segundo pase, dos días después, la ecualización ya estaba más pulida-, y seguramente el sábado, en el estreno oficial del espectáculo para el público de abono y entrada de noche, The Chemical Brothers triunfarán de manera unilateral con su repertorio indestructible de hitazos(Block rocking beats, Saturate, Chemical beats, Star guitar), algunos ya pasados de moda, pero otros tan frescos como el primer día. Ya son más música anciana que avanzada, pero las masas les siguen adorando como siempre. Los Chemical, como les llaman (con che), se llevan de maravilla con la parte reptiliana del cerebro colectivo.
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