Giordano convertido en Estatua Mágica
A mitad de de camino entre los Apeninos y el Vesubio está situada la histórica ciudad de Nola, el lugar escogido por el destino para dar al mundo, en 1548, a Giordano Bruno. Sus padres Giovanni Bruno y Francesca Sadolini, bautizaron al hijo con el nombre de Filippo, quien a los 15 años de edad, al entrar al monasterio de los dominicos, en Nápoles, lo cambió por el de Giordano.
Antes de hacerse monje, este filósofo, que fue también astrónomo y poeta, solía pasar gran parte del tiempo en medio de la Naturaleza, rodeado de sus queridos “campos dorados de Nola”, como él los llamaba en sus versos. Seguramente que el recuerdo de esos campos fue para él, fuente de constante inspiración.
Espíritu investigador y amante del saber, dedicaba Bruno a la lectura la mayor parte del tiempo, en el convento, y al lado de las obras de Tomás de Aquino, leía también las de Lucrecio. Porque el estudio de la teología cristiana no le era obstáculo para dedicarse con ahínco al estudio de Pitágoras, Anaxágoras, Heráclito, los estoicos, los neoplatónicos y la filosofía órfica de Grecia. Estos fueron sus principales maestros, distinguiéndose tanto por el pitagorismo, que frecuentemente se le designa con el nombre de “el segundo Pitágoras”.
Por haber enseñado la moral de Buda, la filosofía de Pitágoras, la astronomía de Cópernico y otras verdades más, Bruno fue acusado de herejía, siendo el principal crimen que se imputaba el haber declarado que la tierra giraba en el espacio, poniéndose de ese modo en contradicción con las Santas Escrituras, que sostenían lo contrario. Perseguido primero en Nápoles, luego en Roma y, finalmente, en Venecia, tuvo que huir al extranjero, comenzando así su famosa peregrinación por Suiza, Francia, Inglaterra y Alemania, y en que había de emplear 15 años de su vida predicando la verdad por un mundo hundido en la más gruesa ignorancia. El filósofo viajaba la mayor parte del tiempo a pie y sin otro equipaje que algunos libros. Su frugalidad pitagórica le permitía viajar con muy poco, y aun sin dinero alguno.
Hallábase Bruno en Alemania, cuando un falso amigo veneciano, llamado Giovanni Mocenigo, ofreciéndole garantías, lo indujo a volver a Italia. Víctima de una infame alevosía, cayó el fin el filósofo en las garras de la inquisición, la que por espacio de ocho años lo tuvo secuestrado, cargado de cadenas y aplicándole sin cesar los más crueles tormentos. Cuando éstos, mostrándose insuficientes para doblegar aquel recto carácter, no pudieron hacerlo retractarse de sus principios, fue primero excomulgado y luego “condenado a ser castigado con la mayor misericordia posible y sin efusión de sangre”, que era la fórmula empleada por la inquisición para significar que debía ser “quemado vivo en la hoguera”, hecho que se consumó el día 17 de febrero de 1600, en el Campo de Fiori” en Roma (foto).
Muchos años antes esta mártir tuvo el presentimiento de su calvario cuando cantó: “El alma no cede ni se doblega ante los rudos golpes, sino que más bien sobrelleva con exultación el largo martirio, convirtiendo en armonías los cruentos sufrimientos…”
Con sólo convenir en retractarse, Bruno habría podido salvarse de esa hoguera. Afortunadamente él amaba la verdad más que a su propia vida.
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