martes, 29 de diciembre de 2009

La política en manos de los mercanchifles

La política en manos de los mercanchifles

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Roberto Meza
Periodista. Magíster en Comunicaciones y Educación PUC-Universidad Autónoma de Barcelona.

Uno de los axiomas básicos de la economía es que los recursos son escasos y las necesidades, infinitas. Eso lo saben por experiencia quienes diariamente deben optar por más pan o pagar la tarjeta BIP. Otro axioma de la democracia es que la conducen “las mayorías”, es decir, los candidatos que consiguen más votos.

En las sociedades democráticas y de mercado, sustentadas en la libre elección, tanto de productos como de autoridades, ambos axiomas dan como resultado una transfiguración de la política. Por lo general pierde el dirigente que conduce mediante promesas poco luminosas de país posible, y ganan quienes ofrecen lo que “la gente necesita”, pues en la brega entre los intereses particulares y nacionales, tienden a sobreponerse los primeros. Esto es natural, porque las personas evitan el dolor de la escasez y maximizan el agrado de la difícil abundancia.

Surgen así dos tipos de políticos. Unos deseables para el desarrollo nacional, aunque impopulares, que informan a sus pueblos sobre la realidad de los recursos sociales y proponen soluciones viables, para conseguir objetivos de largo plazo; otros, muy populares, que presentan soluciones para “todos los problemas, ahora”, aunque cuando gracias a sus promesas consiguen la guitarra, estén obligados a tocar al ritmo de la dura realidad de los recursos disponibles.

Chile ha asistido a ambos tipos de liderazgo: políticos responsables que, conocedores de la realidad y sus imposiciones, advierten desde la partida que las necesidades infinitas de los votantes no pueden resolverse de un plumazo y ofrecen un país menos glamoroso, pero posible y financiado, conduciendo a la gente racionalmente hacia sus objetivos. Otros, que utilizando las técnicas de manipulación de los mercados, sondean los deseos de sus electores y según lo que aquellos exigen, diseñan programas que “solucionan todo”, atrayendo así simpatías inexpertas. Pero una vez en el poder, parafraseando a Juan Pablo II, la realidad es más fuerte y el programa “a la medida” se deshace como la espuma.

Mientras la mercadotecnia siga siendo instrumento de la política, los sectores indocumentados tenderán a votar por los que hacen mejor uso de ella, creyendo aún, ingenuamente, que “todo es posible” y que los recursos estatales son infinitos.

Tras la desilusión, previsible, viene el descrédito y la desconfianza. Políticos buenos y malos se desprestigian y los electores, cuyos intereses personales no pudieron ser satisfechos, se alejan de la política y los políticos y terminan desvalorando la propia democracia. Se abren las puertas a “salvadores” de toda naturaleza que enarbolan un “nuevo orden” para barrer con la “política corrupta”. Vuelven los aplausos, pero a poco andar, el nuevo orden se enfrenta a la realidad y el “salvador” tampoco cumple. Se esperaría que la gente aprenda. Pero aquello es imposible, porque pocos líderes políticos se arriesgan a la verdad y la derrota. Entonces el país se corrompe: los recursos escasos se distribuyen discrecionalmente, con preferencia de “los nuestros”, y la política se transforma en campo de batalla.

Esa “corrupción” tiene como uno de sus principales detonantes a la mercadotecnia trasladada a la política. Los políticos ya no conducen hacia realidades posibles, sino mediante encuestas, sondeos y focus group que detectan lo que “la gente quiere” para ofrecerlo irresponsablemente a cambio de voto ignaro. La propuesta inteligente, coherente del dirigente responsable cae en descrédito, es desabrida y sin pimienta, porque “es apenas lo posible”.

Por eso nadie dice que habría que desconfiar de un candidato que ofrece más protección social junto a un alto crecimiento, porque aquel, en su fuero interno, sabe que con más gasto del Estado, el crecimiento del PIB será más lento: en efecto, los recursos finitos que van a proyectos sociales (impuestos e ingresos del Estado vía Codelco y otras empresas) tienen rentabilidad económica inferior a corto plazo a la que podría extraerle el sector privado. Se disminuye así el incremento del capital y del producto.

Nadie se atreve tampoco a decir que no se puede promover una estrategia exportadora y al mismo tiempo, generar un mayor consumo, puesto que un dólar alto y estable encarece las importaciones, disminuyendo el poder de compra interno, aunque, por cierto, asegura que las empresas exportadoras sigan creciendo y ofreciendo más y mejor empleo, haciendo crecer al país más rápido. Tampoco se dice que no se pueden gastar todos los recursos del cobre ahorrados en dólares, porque, al traerlos a Chile, o tendremos una caída del tipo de cambio, afectando a los exportadores o aumentaremos la inflación, incidiendo en el poder de compra.

Para que hablar de la negociación en Codelco. Los trabajadores de la empresa estatal (teóricamente de todos los chilenos) rechazaron un bono por $11.5 millones y un crédito por $3 millones. La cifra permitiría entregar, con cada uno de los bonos, 23 mil almuerzos a igual número de estudiantes de escasos recursos. Pero la mercadotecnia política nos recomienda decir que se puede y deben pagar esos bonos y al mismo tiempo mejorar las raciones de los estudiantes más pobres. También exhorta a aceptar exigencias sobre deudas históricas y, en fin, a “eliminar la pobreza” mediante bonos y subsidios (como si la pobreza fuera un problema de dinero).

Pero no importa. De lo que se trata es ganar la elección. Sólo que una vez en el poder, las promesas no se pueden cumplir, como ya lo han mostrado por años quienes han tomado la guitarra, reiterando el circuito de la desilusión. Chile, no obstante sus US$ 14 mil per cápita actuales, no solo tiene mala distribución del ingreso, sino una peor distribución del conocimiento. Sin conocimiento, los ciudadanos son víctimas fáciles del engaño, especialmente si se usan las técnicas de venta en política.

Mientras la mercadotecnia siga siendo instrumento de la política, los sectores indocumentados tenderán a votar por los que hacen mejor uso de ella, creyendo aún, ingenuamente, que “todo es posible” y que los recursos estatales son infinitos. No basta la evidencia de la virtual quiebra de varios municipios, de Cenabast, Conadi y otras reparticiones públicas; no basta el inicio de un nuevo período de déficits fiscales; ni la caída de la productividad y lento crecimiento de la economía. Las evidencias de que los recursos no alcanzan parecen invisibilizarse durante períodos electorales. Por eso siguen ganando la conducción del Estado quienes mejor “doran la píldora” y ofrecen más y más soluciones a las necesidades de la gente.

No nos debería extrañar, pues, que, tras las muchas decepciones producto del choque entre promesa y cumplimiento, a más de la mitad de los chilenos le importe un bledo la democracia y que sobre 3 millones de jóvenes no voten, ni estén inscritos en los registros electorales. Saben que, en lo fundamental, cada cual se rasca con sus propias uñas, lo que si bien es un paso en la dirección correcta, se ha dado a través del desprecio a la política y no gracias a una mayor conciencia ciudadana.

Por eso, mientras los mercadólogos definan las elecciones y los dirigentes políticos no retomen la verdadera vocación de servicio público, liderando ideas posibles, de modo coherente, informado y consistente, la desidia ciudadana continuará in crescendo. Los destinos del país, en tanto, seguirán en manos de buen número de políticos-mercanchifles que fundan su accionar en ese tradicional lema comercial de que “el cliente tiene la razón”. Así, nos aseguramos de mantener una democracia inmadura y que el desarrollo como meta del Bicentenario –no obstante el ingreso a la OCDE-, siga delante nuestro por muchos años más.

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