sábado, 6 de octubre de 2012

cognitivo conductual, economía de fichas y gamificación


Gamification World Congress, el primer congreso sobre gamificación

Gamification World Congress Valencia
El pasado 20 de septiembre se celebró en Valencia el primer Gamification World Congressen el que pudimos ver un amplio abanico de distintas aplicaciones de la gamificación en distintos entornos.
Ese fue uno de los puntos fuertes del congreso, el poder ver como esta tendencia o este concepto “novedoso” se puede aplicar a distintos escenarios, entornos y disciplinas como las campañas de marketing, los procesos y equipos internos de empleados, los sistemas de venta online, la educación, la salud o la banca online
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jueves, 4 de octubre de 2012

Giordano Bruno y el arte de la memoria


A su amor a Dios, su panteísmo extremo, su creencia en la pureza de la fe original y su modelo de copernicanismo universal, Bruno unió lo que no tardaría en pasar a ser un arte agonizante, una rama de la tradición hermética que hoy en día nadie tacharía de mística, el «arte de la memoria».

Escribió cinco libros muy importantes sobre el tema, y aunque dichas obras son muy reveladoras y supusieron una gran contribución a la disciplina, sólo son cinco de los casi cinco mil textos sobre el tema que ya existían en el Renacimiento.10 Durante toda la historia humana que va hasta la invención de la imprenta, una memoria prodigiosa era una habilidad muy apreciada. La capacidad de obtener información en cualquier forma sobre prácticamente cualquier tema es algo que hoy en día damos por hecho. 

No necesitamos recordar el argumento de nuestra novela favorita, porque siempre está ahí para que podamos releerla. No necesitamos retener la armonía de una sinfonía o las pinceladas de un cuadro, porque están registrados y han sido reproducidas una y otra vez. Si vamos a hacer un discurso siempre podemos utilizar un monitor en el que irá apareciendo el texto, y si impartimos una clase o predicamos, disponemos de una amplia gama de recursos; pero para el intelectual de la época anterior a la imprenta, los textos eran escasos, copiados a mano y sumamente caros: había muy poca información registrada, y la poca que existía solía ser difícil de encontrar.

El arte de la memoria (o mnemónica) es un tema que ha sido minuciosamente documentado desde la Antigüedad, y los griegos, romanos y alejandrinos invirtieron un considerable esfuerzo en desarrollar distintas maneras de mejorar la memoria. En tiempos de Bruno dichas técnicas habían alcanzado un alto grado de refinamiento, pero empezaban a convertirse en obsoletas a causa de la proliferación de la palabra impresa. Mas para él, seguían poseyendo un inmenso poder que proporcionaría otra hebra a su elaborado tapiz filosófico.

Bruno disponía de una rica herencia en la cual basarse. El primer libro conocido sobre el arte de la memoria fue el anónimo romano Ad Herennium (h. 80 a.C.). Fue uno de los primeros libros traducidos al italiano, y ejemplares de él terminaron en las bibliotecas de todos los grandes pensadores de la época. Los preceptos básicos del arte no cambiaron en los siglos durante los que fue utilizado. Tomás de Aquino y Alberto Magno estudiaron la mnemónica con gran entusiasmo y escribieron profusamente sobre el tema. Los místicos y alquimistas que siguieron el camino hermético también utilizaron las técnicas de la memoria para conservar en su mente complejos rituales y los detalles de alambicados experimentos. Para proteger sus secretos, a menudo preferían confiar sus descubrimientos a la memoria antes que registrarlos en forma escrita.

La esencia del arte consiste en la habilidad de mejorar la memoria mediante ejercicios de mecánica mental. Cuando es necesario recordar una compleja masa de información, primero ésta debe ser separada en secciones relevantes con respecto a distintos temas. Luego éstos deben ser dispuestos en algún orden, quizá jerárquico, alfabético o cronológico. Acto seguido, cada fragmento manejable de información es vinculado a un objeto material que pueda ser recordado con facilidad. Dicho objeto material puede ser un lugar, una cosa o una persona. El mejor ejemplo es un método para memorizar una larga lista de nombres, números o cualquier otra forma de información. En primer lugar, la lista es dividida en secciones y luego los fragmentos más manejables son asignados a la habitación de una casa. Dentro de cada habitación, los distintos fragmentos de información son asignados a distintos objetos. Si la técnica es seguida al pie de la letra, vastas cantidades de información pueden ser recordadas con sólo pasear mentalmente por la casa e ir cogiendo aquellos objetos a los que ha sido asignada la información.

Un truco muy útil para convertirse en el centro de atención durante una fiesta, desde luego. Pero para Bruno aquellas técnicas representaban mucho más que un juego. Para Bruno, su arte de la memoria era un valioso método para recordar y rememorar todo lo aprendido, y si se lo combinaba con la fascinación por los símbolos tan típica de los ocultistas, podía llegar a proporcionar una estructura para su meticuloso sistema cristiano-hermético. Bruno creía que una memoria mejorada podía aumentar el poder de la psique de tal manera que la mente y el espíritu podrían acceder al gran plan secreto del universo.

Para llegar a entender esto, antes tenemos que analizar la filosofía de Bruno etapa por etapa. Primero surgió el concepto de la universalidad y la infinitud. Bruno insistía en que el individuo y la raza eran partes elementales de una unidad, que hay un universo en todos nosotros y que todos somos parte del universo. 

En segundo lugar, las formas puras de la antigua religión fueron combinadas con la belleza de las enseñanzas originales de Cristo y las de otros grandes profetas y magos de la Antigüedad. A continuación llegaron las nuevas visiones proporcionadas por la embrionaria «ciencia» de la época. 

La filosofía natural había creado una doctrina para trascender y refutar las falsas nociones de Aristóteles, revelar la corrupción de la Iglesia y disipar la oscuridad generada por el Concilio de Nicea. Finalmente, todas esas nociones combinadas podían ser entendidas y representadas mediante símbolos y rituales ocultos (tal como el cristianismo también era descrito y representado con símbolos y rituales), los cuales serían accesibles a una mente fortalecida por una memoria mejorada.

Bruno vivía en un mundo donde la inmensa mayoría de la gente apenas entendía las cosas que adoraban. Dominadas por el miedo, Dios era, para la mayoría de las personas de aquella época, un Creador todopoderoso y la máxima autoridad. Pero, en igual medida, la plebe también temía a la naturaleza, la hechicería y el mundo de los espíritus. Bruno creía poder elevar a los hombres por encima de aquella mísera existencia, emancipando, enriqueciendo y confiriendo un nuevo poder. Cada individuo, creía, cada elemento del gran universo y cada parte del Uno podían comprender al Todo y llegar a servirse de él para crear un mundo infinitamente mejor.
Bruno escribió unos treinta libros a lo largo de una carrera literaria que abarcó dos décadas.

 En ellos, su aparentemente compleja (pero en el fondo maravillosamente simple) doctrina creció y se desarrolló. Algunas de esas obras —como la última, De imaginum signorum et idearum compositione [Acerca de la composición de imágenes, signos e ideas]— se centraron en el arte dé la memoria, en tanto que otras, particularmente La cena de le ceneri [La cena del miércoles de Ceniza] y De la causa, principio et uno [De la causa, el principio y el uno], ambas de 1584, son ataques contra Aristóteles y desarrollan el peculiar copernicanismo universal de Bruno. Otra de sus obras más famosas es Spaccio de la bestia trionfante [La expulsión de la bestia triunfante], la última de un quinteto de obras maestras que fueron escritas y publicadas en Londres a lo largo del mismo año, 1584.

En ella, posiblemente su obra literaria más lograda, Bruno utiliza la alegoría de una lucha entre los dioses paganos del mundo antiguo para atacar la autoridad de la Iglesia, satirizando, burlándose y poniendo al descubierto todas las inconsistencias y flaquezas de lo que consideraba una religión hecha por el hombre y fabricada en el Concilio de Nicea. 

En su última obra, De vinculis in genre [Acerca de los vínculos en general], que quedó incompleta y sin publicar debido a su arresto en Venecia, Bruno estuvo muy cerca de llegar a unificar los elementos dispares de su filosofía en un todo coherente. Era un libro que muy bien habría podido convertirse en su testamento más completo; lo estaba terminando de escribir cuando volvió a Italia con intención de supervisar su impresión, cuando fue arrestado en Venecia. De vinculis in genre también sirvió de base al documento que Bruno quería presentar al Papa a modo de explicación de su doctrina.

Con sus obras más ambiciosas publicadas en 1584 y dentro de los fragmentos rescatados de De vinculis in genre, Bruno había escrito una serie de tratados a los que les faltaba muy poco para Ilegar a crear una gran síntesis, una nueva filosofía omnicomprensiva que representaba un paradigma mental auténticamente original. 

Lo que había hecho, creía él, era nada menos que urdir la trama para una nueva religión. Pero ¿qué esperaba conseguir con su obra? ¿Cuál había sido su meta durante aquellas dos décadas de esfuerzos, y qué le faltaba de su misión cuando abandonó Fráncfort para regresar a Italia?

Para responder a esto, antes tenemos que recapitular los enfrentamientos políticos y religiosos que dominaron la cultura europea durante el siglo XVI. Como hemos visto, la Europa del Renacimiento se disponía a entrar en un futuro de comercio global caracterizado por una inmensa expansión de las formas en que la gente se comunicaba, viajaba y registraba la información; pero seguía viéndose acosada por los conflictos ideológicos. Mientras Bruno recorría Europa, la Contrarreforma se encontraba en su apogeo, las cazas de brujas se habían convertido en el deporte favorito de los inquisidores, y el continente se debatía en una serie de sangrientos conflictos derivados de los enfrentamientos doctrinales y una intolerancia endémica.

La auténtica mecha que hizo estallar el conflicto fue el enfrentamiento ideológico entre católicos y protestantes; y Bruno, como católico desilusionado pero no convencido por el protestantismo, mantenía la inconmovible convicción de que podía tender un puente sobre el abismo que se interponía entre ambas facciones. Su método no tenía nada que ver con la diplomacia o el debate, sino con hacer borrón y cuenta nueva y ofrecer una página en blanco encima de la que se pudiera escribir una nueva doctrina. Estaba convencido de que los pensadores liberales, tanto protestantes como católicos, podrían entender su visión, apreciarla y terminar adoptándola.

Como era habitual en él, el método que escogió para alcanzar dicha meta era absolutamente personal. Durante los años ochenta, Bruno no se tenía por ningún Lutero o Calvino, pero sabía que podía comunicar lo que pensaba y que era un profesor tan dotado como carismático. 

Creía que su mejor oportunidad de conseguir un cambio significativo radicaba en influir sobre quienes eran mucho más poderosos y estaban mucho mejor relacionados que él. En vez de presentarse como una especie de mesías de la nueva era, pretendía utilizar para dicha tarea a alguien reconocido como un estadista de categoría mundial. Bruno lo educaría y lo inspiraría con su revolucionaria filosofía y, a través de aquella figura, establecería un nuevo orden mundial basado en una profunda espiritualidad, una universalidad y un hermetismo cristiano.

En su primer intento pensó utilizar a Enrique III de Francia. Entre ellos había surgido una estrecha amistad y Bruno parece haber ejercido una gran influencia sobre la manera de pensar del rey, pero finalmente las presiones políticas existentes en un país que recientemente había experimentado los peores extremos del conflicto religioso interno fueron excesivas incluso para las habilidades diplomáticas y el agresivo individualismo de Enrique. A pesar de todo, el monarca francés —que no había perdido su fe en las ideas del filósofo de Nola— envió a Bruno a Inglaterra y permitió que se introdujera en las capas superiores de la sociedad inglesa.

El que Bruno compusiera sus principales obras en Londres entre 1583 y 1585 no fue ninguna coincidencia. Seguro de sí mismo y más visionario que nunca, Bruno se hallaba en el apogeo de su capacidad creativa. Su síntesis de copernicanismo universal, cristianismo y lo oculto había alcanzado la madurez, y supo expresar su ingeniosa doctrina empleando el vehículo del drama y el diálogo (una técnica que Galileo y otros imitarían más tarde). Y.en Inglaterra, Bruno encontró su segunda oportunidad de educar y convertir a un monarca, una figura lo suficientemente poderosa para influir sobre las mentes de los hombres y provocar un cambio radical.

Para Bruno, Isabel era la encarnación del monarca utópico y universal; aquel que podía unir y clarificar, iluminar y sembrar el progreso. También compartía muchos de los intereses espirituales de Enrique. Después de que Isabel hubiera sorprendido a los líderes europeos confiriendo la Orden de la Jarretera a Enrique, y durante un corto período de tiempo alrededor del momento en que Bruno visitó Londres, las relaciones entre Inglaterra y Francia fueron excepcionalmente cordiales e incluso se habló de que los dos países formaran una alianza contra el Papa. Pero Bruno se equivocó al depositar sus esperanzas en la soberana de Inglaterra. Por mucho que pudiera apreciar a Enrique, Isabel no tenía ninguna intención de unir a católicos y protestantes mediante la filosofía. 

Deseaba la unidad, pero únicamente a través de medios tan convencionales como el acuerdo diplomático y las espadas de sus soldados. Isabel era una soberana que confiaba ciegamente en sus consejeros y guías; sus ministros más conservadores aborrecían a John Dee, pero al menos Dee era inglés. Bruno, que era visto por muchos ingleses como un hombrecillo insufrible, ampuloso y pagado de sí mismo, debió de ganarse su enemistad prácticamente desde el primer momento; y de hecho, dos años después de su primer encuentro con Isabel, Bruno regresaba al continente sintiéndose desilusionado y ya no tan seguro de sí mismo.

Bruno pretendía unir a los liberales de ambos campos, y la clave para ello estribaba en encontrar una manera de que católicos y protestantes pudieran ponerse de acuerdo sobre el significado de la Eucaristía, un concepto básico para ambas fes. De todas las incompatibilidades doctrinales que se interponían entre Roma y la religión protestante, la interpretación de la Eucaristía era la más profunda. Los protestantes mantenían que los componentes terrenales de la Eucaristía meramente representaban la carne y la sangre del Señor, pero los católicos no se conformaban con eso. 

Roma insiste en que la comunión significa consumir la materia divina en el sentido más estricto del término, con el pan y el vino siendo la carne y la sangre del Salvador.

Bruno quería tratar a la Eucaristía como un ejemplo supremo de la manera en que se podía negar el conflicto. Su interpretación del proceso se basaba en la unión. 

El pan y el vino, al igual que el cáliz y el paño, las vestimentas sacerdotales, las piedras de la iglesia y la saliva de los creyentes, eran una y la misma cosa. Bebiendo el vino y comiendo el pan, los fieles entraban en conjunción con la gran «unicidad del universo». 

Creando ese tercer camino, Bruno imaginaba que pondría fin a las discrepancias suscitadas por la Eucaristía. Y entonces todas las discrepancias doctrinales podrían ser superadas con idéntica facilidad.

La cena del miércoles de Ceniza probablemente sea la obra más leída de Bruno y la más absorbente: Se centra en una cena celebrada en Westminster, no muy lejos de donde su autor estaba viviendo por entonces (la residencia del embajador francés, cerca de Fleet Street). Los invitados constituyen una selecta representación de la intelectualidad londinense, y a lo largo de la cena discuten sus creencias y debaten los temas que más preocupaban a Bruno. 

Naturalmente, la cena es alegórica y la comida y el vino son los elementos de la Eucaristía, que en ese momento ocupaba el centro de las preocupaciones filosóficas de Bruno. La historia se inicia con una discusión sobre Copérnico y va progresando, a través de sus interlocutores, hasta llegar al tema del copernicanismo universal para ofrecer la noción que Bruno veía como una fuerza galvanizadora: la Unicidad de la Naturaleza.

Bruno encontró nuevos seguidores en Inglaterra y cultivó relaciones ya consolidadas. La más importante de ellas era su amistad con el famoso cortesano, soldado, diplomático y poeta Philip Sidney, pero ni siquiera esta relación pudo contribuir a mejorar sus posibilidades de encontrar una solución práctica al conflicto entre católicos y protestantes. Los libros de Bruno, aunque influyentes y muy leídos entre la elite, no impresionaron a Isabel, ni a nadie que tuviera importancia en la corte (aparte de Sidney). Además, y para ser justos con  Bruno, debemos ser conscientes de que el calidoscopio de la política y las lealtades religiosas europeas había vuelto a ser sacudido mientras él estaba en Inglaterra. 

Durante el verano de 1585, los católicos habían conseguido imponerse en Francia. La madre de Enrique, Catalina de Médicis, una brillante diplomática a pesar de que ya tenía sesenta y cinco años y padecía sífilis, había negociado una paz temporal entre los protestantes y los católicos franceses que mantendría alejadas del reino de su hijo a las potencias extranjeras. 

Aunque dichas acciones sólo proporcionaron una solución temporal a los problemas religiosos de Europa, durante un tiempo los monarcas volubles y los políticos ambiciosos dirigieron su atención hacia otros lugares. Como consecuencia de ello, en octubre de 1585 Bruno ya había regresado a Europa y estaba intentando encontrar una nueva vía para sus convicciones.

A lo largo de cinco años siguió escribiendo, dando numerosas disertaciones y desarrollando muchas e importantes nuevas amistades durante los viajes que ocuparon los años de libertad que le quedaban. Y en 1590, o tal vez a comienzos de 1591, Bruno había llegado a la conclusión de que si quería alcanzar su meta de unir al mundo fragmentado de la religión, sólo había un hombre que podría ayudarle: el mismísimo Papa.

Bruno pasó los meses anteriores a su decisión de regresar a Italia viviendo en Alemania y Suiza, lejos de Roma y del peligro. 

Hubiese podido permanecer allí, disfrutando del mecenazgo de ricos cabalistas y ocultistas, enseñando y gozando de cierta seguridad. Con todo, eso también habría significado aceptar la derrota, la capitulación total y el estancamiento. Bruno no podía enfrentarse a semejante perspectiva. Lo que hizo fue dar la espalda una vez más a las convenciones y rehuir el camino más fácil. Dio inicio a su última obra, una gran recapitulación de la totalidad de su canon, un texto que resumiría toda su doctrina y que, creía él, cautivaría al Papa. 

Por esa razón, en octubre de 1591 llenó sus baúles, recogió sus papeles, convenció a su amanuense Herman Besler de que lo acompañara y salió de Fráncfort para instruir al noble Mocenigo en la tierra de sus antepasados, aquella tierra de la que había huido hacía doce años.

Giordano Bruno


Bruno era consciente del poder de la magia ritual y la tradición oculta, pero sabía que una gran parte de ellas no eran más que superstición, fantasía descabellada y meros deseos tomados por realidades. Sabía que la magia ritual producía resultados, pero lo atribuía al poder hipnótico del ritual en sí. Sabía que los símbolos y los encantamientos pueden ejercer una poderosa influencia sobre la mente, y que los resultados dependían de las motivaciones de los participantes. 

Si la intención de uno es corromper o desestabilizar, entonces el resultado podría ser definido como «magia negra», mientras que los «magos blancos» recurren al proceso ritual para producir un resultado positivo o, cuando menos, neutral. En cualquier caso, el poder del ritual siempre depende de las características mentales y emocionales de las personas involucradas y no tiene nada que ver con fuerzas externas como espíritus o demonios. La única fuerza que actúa es el poder de la mente humana.

Bruno sentía una empatía natural hacia la teología precristiana de los antiguos egipcios, y la consideraba más próxima a la fuente de la Verdad. Para Bruno, las antiguas enseñanzas poseían una pureza y una simplicidad que todavía no habían sido mancilladas por una organización corrupta, en tanto que consideraba a la Iglesia y sus estamentos administrativos como una fuerza destructiva.

Hoy en día nuestra percepción de lo oculto y la magia es muy diferente a la que tenían los hombres del Renacimiento. Si llegamos a pensar en esas cosas, visualizamos lo oculto como algo oscuro y aterrador, la trama de una película de serie B, o lo desechamos como meramente fantasioso. Pero Bruno, quien epitomizaba el enfoque de la inmensa mayoría de intelectuales del Renacimiento, consideraba lo oculto como un patrón de ideas, una red de conceptos a la cual se podía acceder para adquirir una mayor comprensión del universo. 

El Renacimiento dio cuerpo al concepto de la fusión de disciplinas aparentemente inconexas, y la intelectualidad del siglo XVI pensaba de la misma manera con respecto a lo oculto. Muchos filósofos se dedicaron con entusiasmo a amalgamar ideas procedentes de la tradición hermética con la filosofía natural, el arte, la poesía, el estudio del lenguaje, la retórica, la medicina, la música e incluso la arquitectura y la ingeniería, en un intento de producir una dinámica que acabase llevando a una gran revelación. De hecho, la esencia del gran logro de Bruno radica precisamente en su convicción de que podía mejorar sencillamente el mundo si fusionaba con éxito la filosofía natural y la tradición oculta, las antiguas religiones y el cristianismo.

miércoles, 3 de octubre de 2012

Giordano Bruno



Bruno pasó largos períodos yaciendo en silencio, abandonado en un estado perpetuo de cuasi-inanición con su celda sumida en una oscuridad casi total, húmeda como una tumba en la que nada se movía, gélida en invierno y un horno carente de ventilación en verano. Y como contrapunto a las visitas del inquisidor, entre el atizador al rojo blanco y la cuerda mojada que se iba tensando, estaban los largos, largos lapsos de ausencia de tiempo e interminable soledad, con sus pensamientos como única compañía. ¡Y qué pensamientos debieron de ser, porque Bruno era un maestro del arte de la memoria y su habilidad era una espada de doble filo! Por una parte, podía recordar los millones de imágenes que almacenaba en su mente, rememorando detalles de su pasado para aliviar con ellos el dolor físico y la desgarradora soledad. Pero, por otra, ese talento debió de haber representado otra tortura para él, porque una memoria tan precisa sin duda destilaba sueños de libertad y ofrecía recuerdos de sol y aire fresco que lo hacían anhelar la fuga.
Empleando la antigua técnica con que estaba tan familiarizado, Bruno podía volver a ver el curso de su vida. Allí estaba el muchacho que jugaba en la aldea de Nola cerca de las laderas del Vesubio. Había nacido junto a un volcán y había cenizas en su sangre. Venía del fuego, y al fuego regresaría. Y a partir de aquel niño había ido creciendo el joven rebelde y discutidor que sacaba de quicio a los padres dominicos cuando se oponía al dogma que se enseñaba en el monasterio. Por eso, huyendo de Santo Domenico en el silencio de la noche, Bruno se enfrentó a un largo y oscuro camino donde el peligro acechaba en cada recodo. Podía volver a ver la Roma de 1576, pero algunos recuerdos se difuminaban entre las sombras incluso para él. ¿Qué había ocurrido realmente aquella noche en el puente? ¿Realmente había cometido un asesinato? ¿Había caído su hermano dominico al agua o fue empujado? Podía ver el rostro del hombre y oler el aroma de la traición, y luego ver el miedo en sus ojos cuando retrocedía en el frío aire nocturno hasta caer al agua.
Y una vez más los caminos, París, la devastación, una gloria arruinada. Luego podía ver a Enrique, su querido Enrique, tan lleno de vida y curiosidad. Y tantos otros. Conversación, conversación constante, la excitación del debate, el súbito iluminarse con la comprensión de un rostro joven. Más allá de la sala de disertaciones, los laboratorios de sus amigos, que se esforzaban por descubrir encantamientos imposibles, secretos ocultos en el mundo secreto de los alquimistas y los magos de Europa. Podía volver a ver el crisol ennegrecido, oler la mezcla asfixiante de los productos químicos, ver bailar la luz encima de las gotitas de mercurio. Y en su cama, mujeres blancas y jóvenes, dulces aromas femeninos que abrumaban sus fosas nasales contaminadas. La oscura caverna platónica y la fantasía de la piedra filosofal no eran para él, porque Bruno tenía otras ambiciones, sueños que hacer realidad.
¿Podía recordar ahora el momento en que concibió su gran plan? Tal vez fue la figura de Enrique la que lo inspiró, quizá fue ese rey el que lo animó a creer que el mundo podía ser cambiado mediante la razón y el intelecto. ¿Cómo había llamado al monarca? Ah, así: «El más cristiano, santo, religioso y puro de los monarcas.»3 Pero al final Enrique le había fallado y por eso volvió la mirada hacia Isabel, la reina hereje. Y con ello partió hacia Inglaterra. Allí había impresionado a la corte, pero subestimó a la reina inglesa. Como todos los ingleses, Isabel sólo quería evitar riesgos y mantener el estatus quo. Para alcanzar sus metas sólo le valían los métodos más prosaicos, aquellos ya usados y comprobados mil veces.
Los ingleses lo habían decepcionado bastante. En Oxford, los hombres más elocuentes del país defendían tonterías aristotélicas. Decían ser eruditos y estudiosos, pero en realidad estaban, bien lo sabía él, tan ciegos a la verdad como aquellos sacerdotes que acariciaban sus rosarios y doblaban la rodilla ante el estúpido presuntuoso del Vaticano. Los maestros de Oxford habían expulsado a Bruno de su universidad, pero él había reconocido las razones de su veneno y sabía que se trataba del veneno de los celos, aquella energía ávida y codiciosa. Pero todavía podía recordar la manera en que se lo había hecho pagar con su siguiente libro. «Id a Oxford —había escrito—, y haced que os cuenten las cosas que le ocurrieron al Nolano cuando discutió públicamente con aquellos doctores en teología. Haced que os cuenten con qué facilidad pudimos responder a sus argumentos.»4
Más tarde, nuevamente en Europa. La sombra de la Inquisición nunca estaba muy lejos, y Bruno había aprendido a no confiar en nadie. Pero seguía sintiéndose consumido por el deseo de cambiar las cosas, de mejorar el alma de los hombres. Había fracasado en dos ocasiones, y ahora sabía que si iba a mejorar al hombre primero tendría que mejorar sus métodos. En Alemania había hecho un fugaz intento de establecer su propio culto e ir más allá de la mera filosofía. Contaba con apoyos, y habían sido muchos los que cuidarían de él mientras se concentraba en fundar una nueva religión.
Pero aquello no había prosperado, y ahora no podía recordar por qué. Cuando intentó conjurar las imágenes, descubrió que no le venía nada a la mente. Y allí estaba, sumido en la oscuridad mientras empezaba a dudar de sí mismo. Se acurrucó en un rincón de su celda, intentando no percibir el hedor a cloacas y humedad, negándose a escuchar el gotear del agua y los gritos de otros prisioneros agonizantes en celdas cercanas. ¿Habría sido un fraude? ¿Se habría estado engañando a sí mismo durante tantos años? Y si todo lo que había llegado a afirmar sólo fuese una mera repetición carente de valor? Por un instante se precipitó en una incontrolable espiral y notó cómo la frente se le perlaba. Un sudor helado cubrió todo su cuerpo. Podía ver ante él el ávido rostro del inquisidor y las llamas, siempre las llamas. Podía oír el crujir del potro, sentir el agua anegando su garganta y cómo se ahogaba, ardía y caía desde el techo. La tortura emocional era casi insoportable. Y si estaba equivocado? ¿Y si estaba padeciendo por nada, por nadie? ¿Y si las llamas del infierno realmente lo estaban esperando? Si el Papa realmente hablaba por boca de Dios, entonces lo único que podía esperar era la condena, primero ser quemado vivo y luego la condena eterna.
Pero entonces llegó el cálido resplandor de la fe, la evidencia, la confianza en sí mismo y la certeza. Por fin se acordaba de su nuevo propósito y de cómo había comprendido que sólo un hombre en la tierra podía hacer que sus planes fructificaron. A partir de ese momento supo qué debía hacer, y cuando el muy idiota de Mocenigo le envió sus cartas, las consideró una señal, una confirmación de que había hecho el mayor descubrimiento de toda su vida.
Había controlado todo su plan con consumada habilidad. Había hecho esperar a Mocenigo, jugando con él hasta hacerlo enloquecer de impaciencia. La temporada pasada en Padua había sido un auténtico golpe de genio que incrementó la frustración de su suplicante mecenas hasta extremos casi insoportables. Sabía cómo actuaba la Inquisición. ¿Cómo no iba a saberlo, cuando los inquisidores llevaban toda la vida siendo sus enemigos? Sabía que querían tenerlo a buen recaudo, especialmente allí en Venecia donde todos se preocupaban tanto por la imagen pública.
Su comportamiento ante el tribunal había sido impecable, una auténtica obra maestra; lástima que nadie lo hubiera apreciado en sus justos términos. Él sabía que su caso plantearía serios problemas a los venecianos. Sabía que no lo quemarían, pero que tampoco lo dejarían en libertad. Había apostado por un juego muy peligroso, pero creía que al final las cosas saldrían bien. Si los venecianos lo dejaban en libertad, habría una posibilidad de que pudiera permanecer en Venecia sin ser molestado y de que se le permitiera enseñar allí. Si los venecianos se inclinaban ante Roma, entonces tendría ocasión de establecer contacto directo con el Papa y de llevar a cabo su misión, convirtiendo al mismísimo Santo Padre y guiando de esa manera al mundo hacia un nuevo amanecer.
Había faltado muy poco para que saliera bien. Todo había ido según el plan, hasta que Bruno cometió un error fatal. Había sobrestimado el poder del Papa, creyendo ingenuamente que Clemente no tenía que rendirle cuentas a nadie; que, habiendo oído hablar del extraordinario Bruno, el Santo Padre querría entrevistarse inmediatamente con él. Pero ahora sabía que cuando se trataba de modificar la doctrina aunque sólo fuese en una coma, Clemente se encontraba tan maniatado como los demás. Y finalmente su plan lo había llevado a la cárcel de los inquisidores. El futuro sólo le reservaba agonía, agonía y muerte.

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